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energia destructiva

El perdedor radical

Para el que se atribuye a sí mismo una superioridad tradicionalmente incuestionada y no se ha resignado a que el plazo de esa primacía haya caducado, será infinitamente difícil asumir su pérdida de poder.

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Para el que se atribuye a sí mismo una superioridad tradicionalmente incuestionada y no se ha resignado a que el plazo de esa primacía haya caducado, será infinitamente difícil asumir su pérdida de poder. Al fracasado le queda resignarse a su suerte y claudicar; a la víctima, reclamar satisfacción; al derrotado, prepararse para el asalto siguiente. El perdedor radical, por el contrario, se aparta de los demás, se vuelve invisible, cuida su quimera, concentra sus energías y espera su hora. Puede estallar en cualquier momento. La única solución imaginable para su problema consiste en acrecentar el mal que le hace sufrir.

Resulta que el violento es extremadamente susceptible en lo que se refiere a sus propias emociones. Una mirada o un chiste son suficientes para herirle. No es capaz de respetar los sentimientos de los demás, mientras que los suyos son sagrados para él. A sus ojos, no son los otros a quienes continuamente se ofende, humilla y rebaja, sino que es siempre él, el perdedor radical, quien sufre tales atropellos.

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La pregunta de por qué esto es así contribuye a sus tormentos. Es incapaz de imaginarse que quizá tenga que ver con él. Por eso tiene que encontrar a los culpables de su mala suerte.

No es de extrañar que suela responsabilizar de ese proceso a un mundo exterior hostil. Según esa interpretación, la culpa recae única y exclusivamente en una larga retahíla de agresores.

La creencia en la superioridad propia colisiona con la inmensa debilidad propia. Esto da origen a una herida narcisista que reclama alguna compensación. Atribuciones de culpa, teorías de conspiración y proyecciones de toda clase forman, por tanto, parte de su economía emocional colectiva.

De acuerdo con esas estrategias, el mundo exterior hostil no tiene otro propósito que el de humillarlo. Por consiguiente, reacciona con irritabilidad extrema a cualquier ofensa, supuesta o real. El respeto es reivindicado a voz en cuello, pero no se concede a los otros. Todas las características suficientemente conocidas de otros contextos reaparecen: la misma de- sesperación por el fracaso propio, la misma búsqueda de chivos expiatorios, la misma pérdida de la realidad, el mismo machismo, el mismo sentimiento de superioridad con carácter compensatorio.

¿Quiénes son, pues, esos agresores anónimos y superpoderosos? Responder a esta punzante pregunta desborda a ese ser singularizado, reducido a sí mismo. ¿Y no habrá también maquinaciones de un enemigo invisible y sin nombre?

¿Y qué sucede cuando el perdedor radical supera su aislamiento, cuando se socializa y encuentra una patria de perdedores con cuya comprensión e incluso reconocimiento pueda contar, un colectivo de congéneres que le dé la bienvenida, que lo necesite?

Entonces la energía destructiva encerrada en él se potencia hasta la más brutal ausencia de escrúpulos; se forma una amalgama de deseo de muerte y delirio de grandeza, y de su falta de poder le redime un sentimiento de omnipotencia calamitoso.

Para ello se necesita sin embargo una especie de detonador ideológico que haga estallar al perdedor radical. Como la historia ha demostrado, nunca han faltado ofertas de ese género. Su contenido es lo que menos importa.

Sean doctrinas religiosas o políticas, dogmas nacionalistas, comunistas o racistas, cualquier forma del sectarismo más cerril es capaz de movilizar la energía latente del perdedor radical. Este desconoce cualquier solución de conflicto o compromiso que pueda involucrarlo en un tejido de intereses normales y desactivar así su energía destructiva. Cuantas menos perspectivas tiene su proyecto, tanto más fanáticamente se agarra de él.

No. No es lo que piensan. Ni soy yo quien ha escrito estas líneas, ni hablan de lo que parecen hablar. Se trata del brillante pensador alemán Hans Magnus Enzensberger intentando explicar y explicarse las razones del fundamentalismo islámico. Cualquier parecido con la actualidad argentina es obra de la más pura casualidad.


*Diputado de la Coalición Cívica y autor de Kirchner y yo.