Lo primero que debe decirse sobre Julio Ricardo Abad es que casi nadie lo conoció por su nombre legal. Nació a mediados del siglo XX en una comarca azucarera del sur de Tucumán y desde pibe lo llamaron Bombo Avalos.
A los 16 años se incrustó un colmillo de oro, y antes de llegar a la mayoría de edad se enroló en el Ejército Revolucionario del Pueblo, donde alcanzó el grado de capitán. Allí lo rebautizaron con el nombre de guerra Armando. A finales de 1976 fue secuestrado por efectivos del Ejército Argentino. Desde entonces su memoria se perdió en el ultramundo de la desaparición física. Hasta que en 2013 reapareció como un espectro fugaz en su Santa Lucía natal. Y las preguntas se precipitaron.
¿Cómo que el capitán Armando está vivo si sabemos cuándo, dónde y quiénes lo secuestraron? ¿Cómo que volvió si varios testigos afirman haberlo visto en sendos centros clandestinos de detención soportando salvajes tormentos? Admitamos aunque sea por un segundo que el Bombo sobrevivió: ¿es posible que se haya mantenido cuarenta años en el más estricto anonimato, en una suerte de dimensión paralela? Este enigma se convirtió para mí en un campo magnético en torno al que comenzaron a surgir otros interrogantes incómodos. Julio Ricardo Abad no ha sido parte, ni lo será, del panteón de héroes revolucionarios que construyó la iconografía progresista. Tampoco ocupa un lugar destacado entre las víctimas que los organismos de derechos humanos inscribieron en el gran mausoleo de la memoria estatal. Un exponente de las clases más “atrasadas” de la sociedad, carente de formación académica y de trayectoria laboral, que toma un arma y se interna en la selva sin haber reportado antes en organizaciones sindicales ni estudiantiles no es alguien que cotice alto en los anales historiográficos del setentismo.
Existe un argumento más sórdido para tender un manto de olvido sobre el Bombo Avalos. Me refiero a las sospechas sobre su colaboración con la dictadura. Los indicios no son concluyentes, provienen en su mayoría de torturadores o servicios de inteligencia, pero un prejuicio implícito induce cierto razonamiento tal vez inconsciente: si hubo miembros de las clases medias y pudientes que se entregaron en cuerpo y alma al ideal colectivo, que por su convencimiento ideológico ocuparon lugares de dirección en las organizaciones revolucionarias, y aun así fueron quebrados por la tortura, ¿por qué alguien plebeyo y más bien inculto se inmolaría por la causa? El Bombo tuvo una vida intermitente, difícil de descifrar, con ribetes siniestros y pliegues heroicos. Como una bella cicatriz. Esta es su biografía imprevista. La historia de un desaparecido que volvió a un mundo que ya no lo recordaba. Y es también una reflexión sobre el viejo tema de la violencia que aquellas generaciones abrazaron en busca del sueño perdido de la revolución.
Aquel día lluvioso de febrero de 2013 el pueblo dormía la siesta. Un hombre mayor se desliza en bicicleta sobre la ruta provincial 307. Va camino al cerro Aconquija. A su derecha se recorta un antiguo ingenio azucarero, sobre el fondo verde del monte tucumano. El edificio, inmenso, yace en ruinas. Parece un espejismo. La imagen es conmovedora. El sujeto franquea el arco de entrada a Santa Lucía e ingresa por Libertador, la arteria principal del poblado. Aunque intuye que nadie lo reconocerá, al fin y al cabo cuarenta años son demasiado tiempo, un miedo añejo atiza sus heridas. Sin proponérselo tuerce a la izquierda en el primer refugio para evitar la plaza, la rotonda, la iglesia.
Bordea el muro derruido de la fábrica de azúcar abandonada, hasta la avenida Marco Avellaneda, y otra vez a la izquierda. Un extraño sopor flota en el ambiente. El vaho le penetra por los ojos, la nariz, la boca, como el frío a los motociclistas en invierno. Mira de reojo la vieja administración del ingenio donde hoy funciona una biblioteca comunitaria. Ensaya un gesto de saludo al guardián de la empresa Alcogás y recibe como devolución un gruñido torvo. “Qué mala onda tienen estos”, piensa. Ve un almacén abierto, se apea de la bici y entra.
La viva estampa del Zurdo Fernández, su amigo de la infancia, le provoca un escalofrío. Está igualito, aunque con arrugas. El Zurdo charla con una anciana que si la memoria no falla debe ser doña Ramona. Entonces saluda y pide una gaseosa, mientras siente que lo escanean con la mirada. Desde el fondo del negocio irrumpe una doña que trata de “mami” a Ramona. Debe ser María Orozco. El forastero pregunta qué fue de Lucía Cañas, la de acá a la vuelta. “Al José lo llevaron los militares”, responde María, que parece simpática. “Los Cañas se mudaron a la par de la iglesia”, completa y sale de escena.
Bombo comienza a sentirse cómodo. Algo le inspira seguridad. Una tenue brisa infantil, quizás ancestral, le reafirma que está en su lugar de origen. De repente, esa famosa voz que “viene de adentro” habla por él. Lo desboca. “¿Ustedes saben quién soy?”, pregunta. Los ojos saltones del Zurdo se achinan. Ramona se pone rígida de suspenso e intriga. El mismo no había calculado el advenimiento de este instante límite. Sabe que está dando un paso sin retorno. “Soy el Bombo Avalos”, anuncia y sonríe.
Luego pregunta por su familia, dice que anda de paso, que tiene que ver a alguien en la Banda del Río Salí, se despide y sale del negocio. Todavía deja un último rastro: a la altura del sindicato Uatre se cruza a un chango e intercambian miradas sin saludarse. Es el hermano de María Orozco, que dos minutos más tarde llega al negocio, donde hay revuelo. Doña Ramona, ni bien el aparecido emprende la retirada, ingresa a la casa y se abalanza sobre su hija: “¿Sabés quién era ese?”. María pega un grito al enterarse. Corre con la intención de alcanzarlo. Pero el Bombo ya se había esfumado. Otra vez.
*Bombo, el reaparecido, Seix Barral (Fragmento).