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Ensayo

El PJ contra los infiltrados

La historiadora Alicia Servetto analiza en 73/76 (Siglo Veintiuno editores) la ofensiva del gobierno peronista contra las provincias montoneras cuando, luego de la victoria electoral de marzo de 1973, se profundiza el conflicto entre la “ortodoxia” y la “tendencia” representada por Montoneros. Aquí, el relato de cuándo, por expresas órdenes de Perón, se pone en marcha el operativo para alejar a los “infiltrados” en varias provincias.

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El 25 de mayo de 1973 Héctor J. Cámpora asumió como presidente de la República. La Juventud Peronista había tenido un papel destacado en el tránsito hacia las elecciones y en el triunfo electoral, y el presidente estaba consustanciado con la movilización social que culminaba con el retorno del peronismo al poder. Esa misma noche, una manifestación masiva frente al Penal de Devoto precipitó la liberación de todos los presos políticos, incluidos los miembros de organizaciones armadas. El 20 de junio de 1973 Perón regresó definitivamente al país. Su llegada estuvo precedida por una gigantesca movilización popular –la mayor de la historia argentina– que se dirigió al aeropuerto de Ezeiza. Miles de personas concurrieron a un acto cuya organización estuvo a cargo de los sectores vinculados a la derecha del movimiento y que concluyó con un elevado número de muertos y heridos. Al día siguiente, Juan Domingo Perón pronunció un discurso. Evitando toda referencia a la matanza de Ezeiza del día anterior, el general llamó a todas las fuerzas políticas y al pueblo argentino a colaborar para “volver al orden legal y constitucional como única garantía de libertad y justicia”. Su discurso exhortó a una convocatoria “sin distinción de banderías” para la reconstrucción nacional y para la “paz constructiva”: “Somos lo que las veinte verdades peronistas dicen. No es gritando ‘la vida por Perón’ que se hace patria, sino manteniendo el credo por el cual luchamos”. A partir de ese momento, repitió esas palabras una y otra vez, hasta el día en que falleció. Si años atrás había elogiado a las “formaciones especiales”, ahora estaba dispuesto a iniciar otra etapa cuyo propósito era la armonía, la paz y la “reconstrucción” del país.

El 13 de julio de 1973 Héctor Cámpora y Vicente Solano Lima renunciaron a la presidencia y la vicepresidencia de la Nación, aduciendo su voluntad de permitir que el general Perón fuese candidato en una nueva compulsa electoral. Bajo el interinato del presidente de la Cámara de Diputados, Raúl Lastiri, se realizaron nuevas elecciones el 23 de septiembre y la fórmula Juan Domingo Perón-María Estela Martínez de Perón se impuso con el 61,85 por ciento de los votos. Los nuevos mandatarios asumieron el 12 de octubre. Después de 18 años de exilio, el líder peronista volvía convencido de que su tarea fundamental era “poner de acuerdo a los argentinos”. El 2 de agosto, en una reunión con los gobernadores provinciales, Perón adelantó su futura estrategia política: “Estoy empeñado en una tarea política: llamar a todos los políticos, cualquiera sea su ideología, cualquiera sea su orientación, para que se pongan en esta obra, que será la tarea común. Pero dentro de la ley. Cuidado con ‘sacar los pies del plato’, porque entonces tendremos el derecho de darles con todo. No admitimos la guerrilla, porque yo conozco perfectamente el origen de esa guerrilla”. Mientras estas premisas eran recibidas por los adversarios como promesas de un orden político estable, los seguidores desconfiaban de su proclividad a la conciliación. Por cierto, fue esta lógica de acción la que fundamentó el Pacto Social, pilar de la nueva política económica y social de “concertación” que procuraba reorganizar las relaciones entre el Estado y la sociedad civil. Esta reorganización se basaba también en la propuesta de la “democracia integrada”, un sistema que pretendía combinar la representación político-partidaria con la participación corporativa. Se trataba de un esquema de poder en el que sólo tendrían cabida todas las “fuerzas sociales que se colocaran dentro de la ley y accionaran dentro de ésta”. El peronismo radicalizado y la guerrilla urbana quedaban excluidos. La firma del Pacto Social, pocos días después de la asunción de Cámpora, fue un duro golpe para los sectores de la izquierda peronista y no peronista. Nada en el Pacto indicaba una orientación hacia el socialismo nacional. Por el contrario, el Estado asumía el rol de agente disciplinador de los actores, combinando persuasión y autoridad. No obstante, si bien el Pacto limitaba el accionar de los líderes disidentes, la política de concertación resultaba también bastante contradictoria en la práctica para la burocracia sindical, cuya fuerza residía en su carácter reivindicativo. Como afirma Juan Carlos Torre, si se firmó el Pacto Social fue porque Perón había jugado plenamente su autoridad política en favor de la política concertada y en consecuencia los presionó a sumarse a ella. Pero, en el sistema de intercambios políticos que se organizó entre los sindicatos y el gobierno peronista, aquéllos ofrecían moderación reivindicativa y recibían a cambio reconocimiento de su influencia en el poder; es decir que se produjo una inversión táctica de la CGT, cuyos frutos comenzaron a verse después del desplazamiento de Cámpora.

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Perón regresaba con el programa del primer peronismo, dispuesto a retomar la ortodoxia doctrinaria para dirimir el conflicto político dentro del movimiento. Los partidarios de la “patria peronista” –los dirigentes gremiales y el entorno del viejo líder– debían recuperar espacios en desmedro de los sectores de izquierda, y la “columna vertebral del movimiento” y los “viejos peronistas”, antes menoscabados, debían desplazar a la ahora llamada “muchachada apresurada”. Sin embargo, el proyecto de liderar una política de pacificación y ordenamiento institucional se vio obstaculizado por la profundización de la lucha entre los grupos antagónicos que convivían dentro del movimiento peronista: la izquierda revolucionaria y la derecha político-sindical. Perón procuró institucionalizar el movimiento y disciplinar sus filas. Para ello definió una estrategia política tendiente a desplazar a los sectores radicalizados del peronismo. En otras palabras, había adscriptos a la tendencia revolucionaria. Esta política abarcó la reestructuración partidaria, la reorganización de los cuadros de gobierno y la alianza con los sectores ortodoxos del movimiento obrero, afectando a los diferentes frentes internos –las administraciones provinciales, las universidades, los sindicatos y el propio partido gobernante– y acompañando este proceso con una modificación de la estructura normativa que implicó la reforma de la Ley de Asociaciones Profesionales, la sanción de la Ley de Prescindibilidad y la reforma del Código Penal. Los objetivos finales eran la depuración ideológica, la desmovilización política y el disciplinamiento de los actores sociales. El 1º de octubre de 1973 el senador Humberto Martiarena hizo público un documento denominado Orden Reservada, en alusión a una orden impartida por el general Perón a los delegados del Movimiento Justicialista en las provincias. Allí enfatizaba la noción de “guerra” contra los “grupos marxistas, terroristas y subversivos”. El documento concluía que “la defección, falta de colaboración, tolerancia o falta de ejecución de estas directivas” se consideraría “falta gravísima”, que daría “lugar a la expulsión del Movimiento, con todas sus consecuencias”.

El decálogo de instrucciones fue acompañado, ese mismo mes, con el anuncio de la reestructuración del Movimiento Justicialista, cuyo objetivo expreso era desmantelar y depurar aquellos espacios ocupados por los sectores radicalizados aplicando la más rígida disciplina interna. Juan Abal Medina fue destituido de su cargo de secretario general del Consejo Superior. Ninguna entidad peronista o agrupación que se denominase peronista, podría actuar sin la expresa autorización y reconocimiento del CSMNJ, al mismo tiempo que se prohibió la constitución de unidades básicas mixtas y se sancionó la clausura de todas las unidades y organismos de la rama femenina. Se estipuló, además, que las manifestaciones de la juventud sólo podrían realizarse en locales cerrados. La reestructuración partidaria se completó con la reforma de la Carta Orgánica, que prorrogó el mandato de los congresales por dos años hasta tanto lo determinara un nuevo Congreso partidario. Perón dejó en claro que había que poner fin a los problemas internos y anunció la reestructuración de los equipos de gobierno. “Estos serán homogéneos y capaces, desterrando de una vez por todas las discrepancias.” A partir de julio de 1973 los sectores de la derecha peronista consolidaron sus posiciones dentro del gobierno y desplazaron a los funcionarios relacionados con el peronismo revolucionario, entre ellos a los gobernadores provinciales que habían recibido el apoyo del peronismo de izquierda. El primer desplazado fue Antenor Gauna, de la provincia de Formosa (noviembre de 1973); le siguió el gobernador de Buenos Aires, Oscar Bidegain (enero de 1974) y el proceso continuó en Córdoba con la destitución del gobernador Ricardo Obregón Cano y el vicegobernador Atilio López (marzo de 1974) a raíz del golpe de estado policial, en escala provincial, encabezado por el jefe de policía de la provincia, teniente coronel (Re) Antonio Navarro.

Sobre los enfrentamientos entre sindicalistas y funcionarios provinciales, Perón especificó ante los dirigentes sindicales que era necesario desplazar a los infiltrados, pero que debía hacerse “con buena letra”, sin favorecer a los enemigos: “El que toma ventaja es el enemigo y nosotros no lo tenemos que dejar. Sabemos que en varias provincias ha habido infiltrados y eso ha provocado problemas (...). Tenemos que hacerlo con buena letra, sin favorecer a nuestros enemigos, sobre todo en zonas como la de Córdoba, que están un pocos infectadas y donde por lo tanto tenemos que tener cuidado”. De esta forma, el presidente colocaba a las 62 y a la CGT en el lugar de vigilantes y defensores del orden peronista, y disponía que ante cualquier condición en los escenarios provinciales que fuera disfuncional a sus objetivos debían apelar al Ministerio del Interior de la nación. No sólo realzaba el papel de la CGT como factor de poder corporativo sino que además provocaba un debilitamiento creciente en la capacidad de las instituciones estatales para procesar los múltiples conflictos, en tanto resultaban invadidas por los enfrentamientos sectoriales y entre grupos peronistas. De resultas de ello, los distintos jefes libraron luchas extremadamente tensas para justificar sus aspiraciones a ocupar cargos y posiciones en los organismos públicos.


*Historiadora.