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El placer del encuentro

16-4-2023-Logo Perfil
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En Autos relativos a Raymond Roussel, Leonardo Sciascia da cuenta de un hecho sorprendente. Investigando las circunstancias en que el escritor francés murió en su habitación del Hotel des Palmes, en Palermo, Sicilia, el 14 de julio de 1933, el italiano logra hablar con un viejo empleado del hotel que en aquel entonces era un simple botones. Este le dice que en pago por haberlo auxiliado en oscuras circunstancias (todo lo que rodea a Roussel es oscuro), el escritor le regaló un ejemplar de Impresiones de África autografiado. Sciascia le pide que se lo muestre, cosa que el empleado hace, y algo llama la atención del italiano: en la página de legales del libro lee: “21ª edición”, cuando es sabido que Impresiones de África, publicado en 1909 , tardó quince años en agotar la primera tirada. Valiéndose de una lupa, Sciascia descubre que Roussel, con meticulosa caligrafía, había escrito un 2 delante del 1. A Roussel le costaba aceptar que no era un escritor muy leído.  

Aunque parezca insólito, los franceses no tienen la misma idea que tenemos nosotros del libro descatalogado. Es algo que entra dentro del rubro del sentido común, pero que de todos modos no deja de sorprender: cuando un libro se agota, los francerses lo reeditan. No importa cuánto tiempo hizo falta para que se vendiera el último ejemplar, si no quedan más ejemplares se imprime de nuevo.  Se trata de una idea higiénica y terapéutica, algo a lo que nosotros no estamos acostumbrados: hay quienes solo andan en busca de libros agotados. Y no porque les guste el deporte, sino porque les interesa el pasado: así de simple. Encontrar un libro del que se imprimieron 400 ejemplares hace sesenta años es un triunfo sobre el olvido, el pago de un rescate, la respiración boca a boca que se le aplica a un ahogado.

Muchos buenos libros se venden y se reeditan ipso facto, eso es verdad, pero muchos otros apenas logran vender un par de centenares de ejemplares, y por un raro efecto de extinción se vuelven inhallables. La gente habla de ellos, e incluso hay siempre quien asegura haberlos visto una vez o incluso tenerlos. Muchas veces los libreros no sospechan el valor de ese libro que junta polvo desde hace tanto tiempo. No conocen al autor, intentaron leerlo y les pareció un bodrio; nunca nadie preguntó por ellos, de modo que no hay forma de que sospechen que se trata de un libro valioso. Los catálogos online de librerías vinieron a paliar ese secretismo, pero hubo un tiempo no muy lejano en que el único modo de dar con un libro era toparse cara a cara con él; todos tenemos una colección de esos momentos: la vez que encontramos Muerte de crédito, de Céline, traducido por Néstor Sánchez, en una librería de viejo de Caballito; la vez que en una librería de Montevideo dimos con las Cartas de Thomas Edward Lawrence y, como no teníamos el dinero para comprarlo, lo escondimos detrás del estante de libros de pesca y le pedimos a una amiga, meses después, que fuera a buscarlo y lo comprara para nosotros; la vez que, en plena dictadura, dimos en una librería del centro con un ejemplar del Libro de Manuel, de Cortázar, y la emoción fue tan grande que nos metimos el cigarrillo al revés en la boca (en esa época se podía fumar en todas partes); el cigarrillo encendido, digo.

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Hoy la emoción se da mirando el teléfono, pero no es menos excitante. Tengo una lista de libros buscados y cada tanto, cuando tengo tiempo, la repaso entera, título por título, en el buscador de Google. A veces los libros aparecen en los lugares más impensados. Hace poco, sin ir más lejos, encontré Caja de cadenas, de Máximo Lafert, en una librería de Barcelona. Se lo mandé a la casa de un amigo en Madrid, y mi amigo me lo trajo. Ahora lo tengo aquí, y es tanta la felicidad que me da mirarlo que ni siquiera siento el deseo de leerlo.