Hacia fines del año pasado, pasé unos pocos días en Montevideo. Apenas conocía la ciudad, pero menos conocía a los escritores uruguayos, ni por su obra ni mucho menos por su cara. Movido por la curiosidad, me dediqué a recorrer las librerías de la otra orilla, donde hacía la siguiente pregunta: ¿qué escritores uruguayos desconocidos en Buenos Aires me recomienda? Por supuesto, me preguntaban qué escritores conocía yo. Respondía que Onetti, Benedetti y Felisberto Hernández, entre los viejos. Incluso, me sonaba el nombre de Armonía Somers (aunque pensaba que era española) y había visto el mamotreto militante de Eduardo Galeano antes de que Hugo Chávez se lo regalase a Barack Obama. Entre los críticos podía nombrar a Emir Rodríguez Monegal o Angel Rama y, entre los de cine, a Homero Alsina Thevenet (mentí más arriba, porque una vez comí puchero con Alsina en Mar del Plata). En cuanto a los más nuevos, había leído a Mario Levrero y a Marosa Di Giorgio. Están todos muertos, señalaba mi interlocutor. ¿Oyó hablar de alguno vivo? Allí procedía a mencionar los nombres de Roberto Echavarren y Dani Umpi, publicados recientemente en la Argentina. Usted no sabe nada, me increpaban entonces, aunque los uruguayos no son de increpar. Y, a continuación, según el librero, me decían que no podía dejar de leer a X, a Y o a Z. Como uno sabe que los libreros son amigos de algunos escritores, tomaba la sugerencia con pinzas y me dedicaba a espiar los anaqueles de libros nacionales, que en Montevideo son los libros uruguayos. Pero no hay nada más difícil que encontrar un genio a partir de cincuenta solapas y unas pocas páginas abiertas al azar.
En mi recorrida por solapas, prólogos y contratapas, descubrí varias firmadas por Mario Levrero, quien en el tiempo libre que le dejaban sus múltiples ocupaciones y angustias se dedicaba a recomendar por escrito a sus colegas. Pero curiosamente, en los dos libros que terminé adquiriendo entre los aconsejados por Levrero, éste se despacha contra la actividad. En Colores, de Felipe Polleri, afirma que el autor es “uno de los pocos escritores auténticos”, pero también que “el lector debe vivir su propia aventura frente al texto, sin el condicionamiento que a menudo procuran implantar los prologuistas”. Y en Portland, de Alejandro Ferreiro, tras repetir el ataque al género le dice al potencial lector: “Si tu gusto coincide con el mío, el dinero que inviertas en este libro será recompensado con creces por una lectura placentera, amena, encantadora”.
Son buenas esas recomendaciones de Levrero. Ferreiro es ingenioso y ligero, mientras que Polleri, de profesión bibliotecario, es denso y carga con la desesperación de siglos de escritura. Es muy atractivo leer una literatura tan cercana pero de la que se desconocen las capillas y los suplementos culturales y que, a diferencia de la argentina, no parece atravesada por la histeria de la consagración comercial, académica o meramente social. La literatura uruguaya se lee, al menos desde aquí, como un asunto individual entre los escritores y sus textos. Un caso paradigmático es el de Ercole Lissardi, publicado por Hum, una editorial joven, muy visible en las librerías argentinas con su colección de tapas a rayitas diagonales. En Hum hay libros de Polleri y de Ferreiro, pero también una Biblioteca Lissardi que lleva ya cuatro títulos, entre ellos Los secretos de Romina Lucas. Allí, Lissardi escribe la pornografía más refinada que yo haya leído en castellano. Vacilo un poco en utilizar la palabra, ya que nada aparta a Lissardi de la literatura más genuina. Tampoco es que haya leído mucha pornografía en otros idiomas, pero no sé de qué otra manera llamar a un libro que brilla por la elegancia de su construcción y de su lenguaje y que describe exhaustivamente una decena de encuentros sexuales. Es posible un mundo por descubrir entre los paisanos de Pepe Mujica.