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El sabor del encuentro

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Un nombre pasa olvidado durante años, décadas, y un buen día algo se activa y comienza a aparecer de manera obsesiva, en los sitios más inesperados. Me pasó hace poco con el de Eldridge Cleaver, el escritor y activista estadounidense, cara visible de una organización ya disuelta llamada Black Panters. Cleaver comenzó siendo un pequeño delincuente que terminó encerrado en distintas prisiones para menores de edad. A los 18 años fue condenado por tráfico de drogas (vendía marihuana) y en 1958 fue condenado por lesiones graves y tentativa de homicidio en la prisión de Folsom, primero, y en la de San Quintín, después, ambas en California. Cleaver recuperó la libertad en 1966 y de inmediato adhirió a las Panteras Negras de Oakland y se convirtió en “ministro de información”, algo así como el portavoz de la organización. En los 80 leí un libro suyo, Alma encadenada, porque alguien me había dicho que sus textos juveniles recordaban mucho a Arthur Rimbaud. Como era de esperar no se parecía en nada (nadie se parece a Rimbaud), pero entendí el hecho de que quien me lo había recomendado había acercado su nombre al del poeta francés: los escritos juveniles de Cleaver eran buenos, mejor dicho muy buenos, en el sentido en que puede ser bueno un panfleto de denuncia en el que cada tanto asoma el lirismo. Y era un lirismo original, en el sentido en que no repetía viejas fórmulas retóricas, viejas frases hechas a los que los denunciantes, no importa qué denuncien, son tan proclives; Cleaver establecía relaciones que eran originales no en el sentido de que se hacían por primera vez, sino que eran originales porque nunca más podrían hacerse sin que remitieran de inmediato a él. Algo similar a lo que ocurría con los textos de prisión de George Jackson, de quien recuerdo la primera frase de su Soledad Brother, porque creo que se encuentra entre los mejores comienzos de la literatura universal: “Siempre se empieza por mamá. La mía me amaba”. 

Volviendo a Eldridge Cleaver, me había olvidado completamente de él. Hasta que hace poco vi por primera vez One American Movie, también conocida como One A.M., de Jean-Luc Godard. O mejor dicho los restos de lo que hubiese debido ser One A.M. En 1971 Godard fue invitado por dos documentalistas, uno estadounidense y el otro británico, D.A. Pennebaker y Richard Leacock, para que filmara un documental en los Estados Unidos. Godard fue, filmó aquí y allá, entrevistó a distintas figuras políticas de entonces, y cuando había avanzado lo suficiente se dio cuenta de que el proyecto era imposible para él, demasiado grande, demasiado inabarcable, así que renunció y volvió a París, donde junto a sus amigos del grupo Dzega Vertov lo esperaba el rodaje de los que serían los dos últimos films de grupo: Letter to Jane y Tout va bien. Años después, con el material filmado, Pennebaker reconstruyó a su modo el film inconcluso y lo llamó One P.M. (por One Pennebaker Movie o One Parallel Movie), y ese es el film que vi.

Sin duda lo más interesante del film es el encuentro entre Godard y Eldridge Cleaver, en una casa de las afueras de Oakland. Allí está Cleaver, sentado, junto a sus colaboradores, todos armados, y Godard le hace preguntas, las mismas preguntas que le haría a cualquier activista europeo del movimiento que fuera, pero que planteadas a Cleaver son desactivadas de inmediato, sin miramientos, sin gentileza. Godard le pregunta por qué las Panteras Negras no hacen uso del cine para difundir sus programas e ideas, y Cleaver responde: “No tenemos tiempo ni gente que pueda ocuparse de esas tonterías”. 

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No lo sé con certeza, no tengo modo de probarlo, pero creo que fue frente a Eldridge Cleaver que a Godard se le fueron las ganas de seguir filmando en los Estados Unidos.