Es muy conocida la fábula de Manuel Chaves Nogales en la que el periodista sevillano cuenta la historia de dos aldeanos que paseaban por el campo. Uno de ellos llevaba del ronzal una vaca, y al pararse junto una charca para dar de beber al animal, saltó un sapo, lo que fue saludado por el otro aldeano con un gesto de repugnancia.
El aldeano de la vaca, por llevar la contraria a su compañero, le recriminó que un sapo era un animal como otro cualquiera, ni más ni menos repugnante que los demás seres vivos que alimentan al hombre. “¿Tú serías capaz de comerte un sapo?”, arguyó. “Me lo comería si hubiera necesidad”, contestó su interlocutor. Ahí empezó la discusión entre ambos. Para zanjarla, el aldeano de la vaca le propuso. “Te doy la vaca si eres capaz de comerte el sapo”.
Cuenta Chaves Nogales que la codicia y el amor propio forzaron al aldeano a comerse el sapo cerrando los ojos de asco y conteniendo las náuseas. El otro aldeano, el de la vaca, acongojado al ver a su compadre que era capaz de tragárselo, y ante el temor de quedarse sin la vaca que alegremente había apostado, le propuso: “¿Me devuelves la vaca si soy capaz de comerme el medio sapo que te queda?”. El comedor de sapos vio en la proposición un modo inmediato de librarse del tormento al que él mismo se había sometido, por lo que optó por alargar el pedazo de sapo que le quedaba a su compadre, quien cerró los ojos y se lo tragó para no perder la vaca. La fábula acaba con ambos aldeanos andando de forma silenciosa y dejando atrás la charca de sus suplicios. Hasta que al cabo de un rato se paran, se miran frente a frente, y se preguntan: “¿Y por qué nos habremos comido un sapo?”.
Es probable que dentro de algunos años, cuando se analice lo que ha sucedido en los últimos tiempos en Cataluña – en particular desde el último 11 de septiembre–, más de uno se pregunte: ¿por qué aquella generación de españoles tuvo que tragarse tantos sapos?
Máxime cuando es evidente que Cataluña nunca podrá ser independiente con tanto viento en contra: más de la mitad de la población quiere seguir formando parte de España; la comunidad internacional se opone de plano, y la independencia, en último término, supone un anacronismo histórico en plena globalización. Ningún país, ni siquiera EE.UU. o Alemania, es hoy realmente independiente. La independencia no existe. Pese a ello, sin embargo, y esto es lo absurdo, los soberanistas han llevado al Estado al límite, lo que sin duda generará una fractura social que tardará al menos una generación en diluirse.
El error de diagnóstico del gobierno central sobre hasta dónde podría llegar la Generalitat con su proceso independentista (el suflé catalán evidentemente no se ha desinflado como preveía Rajoy) ha hecho el resto, y ahora toca llegar a un acuerdo político –todavía se está tiempo– que evite que tanto Puigdemont como Rajoy tengan que comerse su parte del sapo, y que pasa, en el primer caso, por volver a la racionalidad política convocando elecciones en Cataluña. La economía sufrirá, y mucho, si el conflicto se alarga o se vuelve cruento.
*Director adjunto del diario El Confidencial.