Estados Unidos es de una presencia tan inmensa, que uno olvida fácilmente que es un país en guerra. Que la guerra ocurra fuera de su territorio es relativamente una novedad, pero es guerra al fin. Un país en guerra emite mensajes contradictorios. Por ejemplo, que a Obama –de todos los hombres, justamente el heredero de semejante carrera armamentística– se le dé el Nobel de la Paz parece una torpe ironía teatral. El abanico de noticias que EE.UU. exporta al mundo cubre todos los rubros: desde encantadores y delicados festivales de cine hasta las desventuras del mayor Nidal Hasan, el psiquiatra militar que el 5 de noviembre enloqueció un poco más de lo habitual (no me digan que no hay que estar un poco loco de base para profesionalizarse en el arte de la guerra) y comenzó a disparar contra sus compañeros en Fort Hood, Texas. Mató a trece. Los que quedan vivos se van quitando la vida como pueden. Justin Garza sufría de PTSD (desorden de estrés post traumático) y se suicidó la semana pasada tras dejar una nota a su madre. En 2008 se suicidaron 128 soldados. En 2009, ya van 177.
¿Qué forma de heroísmo hay que moldear para ir a una guerra (o dos) que sus propios soldados no comprenden? El Departamento de Defensa implementa un plan insólito para la tropa: no es una nueva arma defensiva, ni una súper droga que lime las asperezas del alma. No. Es un plan de lectura de las tragedias griegas. Parece que el Pentágono ha descubierto que los griegos, siempre en guerra y siempre pensándose, no escribieron estas obras por un mero placer estético, sino con una finalidad ultra práctica: templar el alma para una de las más viejas profesiones conocidas: matar. Matar tiene sus consecuencias y el hombre trágico puede lidiar con el acto de matar, pero no con sus oscuras consecuencias. El programa cuesta 3,7 millones de dólares. Consiste en lecturas dramatizadas de dos obras de Sófocles: Ayax y Filoctetes, cuyos argumentos se les antojan a los del Pentágono, un bálsamo para el horror de vivir en guerra. En Filoctetes, los jefes aparecen complotando para engañar al héroe y convencerlo de encabezar el ataque contra Troya, mientras éste sufre los horrores del PTSD, como una lámina didáctica para los futuros Justins y Nidales. En Ayax, un poco más fumada, el general, ciego de ira, planea la matanza de sus compinches que lo han deshonrado; Atenea lo engaña y Ayax termina masacrando unas ovejas a las que confunde con sus oficiales. Después, como Nidal Hasan, Ayax se mata.
Que la realidad imita al arte y que primero existe Edipo y luego –sólo luego– el complejo de Edipo, no es ninguna novedad. Y de hecho, allí radica gran parte del sentido de este trabajo nuestro, parcialmente ridículo: la fabricación de mitos en miniatura, esperando que coincidan con algo que no sabemos explicar de otra manera.
Yo dudo de que el plan funcione con el vulgo uniformado. El héroe griego es, ante todo, débil. Por eso es héroe; porque su derrotero lo llevará a tratar de lidiar con esa debilidad y superarla. El soldado americano, en cambio, recibe el mandato de ser fuerte. Si tiene dudas o debilidades, la tropa aglutinada lo educa para esconderlas. Así que cuando explotan, suelen cargarse con 13 a su alrededor. ¿Sabrá el Pentágono que este plan de lecturas griegas puede llegar a transmitir –sin querer– un mensaje incorrecto? A saber: que la guerra es una porquería, o que el precio del petróleo poco tiene que ver con los oscuros vericuetos del alma. El ejemplo es de dudosa inspiración: el héroe trágico siempre termina mal. “Morirán todos, muchachos.”
Mandar un soldado a la guerra le cuesta a EE.UU. un millón de dólares al año (tres veces más que lo que costaba en 2006). Si ese dinero se usara en educación pública (donde la lectura de los griegos podría resultar muy edificante) tal vez ahora se estarían ahorrando suicidios. Pero no: los niños americanos no leen mucho a los griegos, a menos que se los traduzca Hollywood. O los leen cuando ya es demasiado tarde: ansiosos y suicidas, tratando de entender cómo es que llegaron a donde están, por no haber tenido los valiosas armas humanas que permiten elegir evitar una profesión deleznable. Un héroe menos trágico puede expresar su hombría a través de un voto por la civilización y la cultura. Ver a Ayax tal vez haga sentir menos solos a los soldados, al ofrecerles un contexto histórico más grande. Pero es justamente ese contexto más grande el que los niños se merecen cuando aún están a tiempo de evitar convertirse en carne de cañón envasada en irresistibles paquetes camuflados.