En la historia de la literatura –debería decir en todas las historias– muchas veces hay alguien que queda atrás. Cuando mencionamos a las hermanas Brontë solemos pensar en Charlotte y en Emily, pero nos olvidamos de la menor, Anne. ¿Alguien leyó La inquilina de Wildfell Hall? Veo una, dos manos levantadas solamente. ¿Y alguien oyó alguna vez hablar de Ferdinand Philipp Grimm, el hermano menor de los famosos y grandes investigadores, eruditos, filólogos, mitólogos, lexicógrafos y catalogadores de fábulas del imaginario europeo del siglo XIX, Jacob y Wilhelm Grimm? Hasta Terry Gilliam, que en 2005 ofreció una versión un tanto pop de los hermanos, se olvidó del pobre Ferdinand. Y sin embargo, él también dedicó parte de su vida a la recolección de historias populares fantásticas. ¿Por qué nadie lo conoce?
Jacob y Wilhem hicieron un trabajo descollante, nadie lo duda, trabajo que les deparó un sinnúmero de títulos, alegrías y bienestar, merecidos, claro está, pero, ¿y Ferdinand? Sus rastros hay que buscarlos en la correspondencia de los hermanos famosos, donde a menudo es llamado vago y holgazán. Pero lo que al parecer lo sumió en el olvido (de sus hermanos, se entiende) fue el haber declarado tempranamente, a los 22 años, en una cena familiar de Navidad, en 1810, que era homosexual. Una “desgracia incurable” e “indeseada”, de la que solo podía esperarse una “vida desviada”.
Ferdinand era el hermano menor de cinco hijos y era un apasionado de Heinrich von Kleist, en quien veía algo así como la cumbre literaria de su tiempo, cosa de la que no estaba tan lejos. Ferdinand logró publicar, con seudónimo –tenía prohibido aprovecharse del apellido y de la fama de sus hermanos– una antología de fábulas y leyendas populares alemanas y extranjeras, que publicó un editor de Leipzig. El seudónimo elegido es interesante: Lothar, que significa “fuerte, duro, enérgico”, y también “infundido de espíritu guerrero”. A ver ahora, levanten la mano los que sienten simpatía porw Ferdinand. Ahora veo más manos levantadas. Publicó otras antologías con otro seudónimos – Philipp von Steinau y Friedrich Grimm–, pero nunca consiguió pertenecer a la Academia, como sus hermanos, por lo que siempre fue pobre. En un momento consiguió trabajo como corrector en una editorial, y cuando lo despidieron (desconocemos las razones) tuvo que volver a vivir con su familia, en Gotinga. Y allí, sumido en la tristeza, escribió una novela que publicó por entregas en el diario local, donde se mofaba de la vida burguesa de sus hermanos y sus tíos, y eso bastó para que lo pusieran de patitas en la calle. Sin casa y sin trabajo. Murió a los 55 años, pobre y olvidado. Cuando Ferdinand se estaba muriendo, su hermano Jacob lo visitó, no así Wilhem, que había roto definitivamente todo contacto.
Las antologías de Ferdinand son muy distintas de las de sus hermanos. A Ferdinand parece que lo guía la historia fantástica en sí, donde siempre ocurre algo inaudito. Hay enanos que se vengan, gatos que desaparecen, magos que hacen bailar a los soldados hasta que caen exhaustos, ladrones que logran robar el anillo del anular de la reina... Ferdinand no tiene ninguna intención, como sus hermanos, de dar nueva vida a las historias sedimentadas en las arenas del pasado para trazar de ese modo la identidad de un pueblo. Si Stuart-Mill tiene razón, más que la raza, el lenguaje y la geografía, la vida de una nación reside en “la posesión de una historia nacional, de una comunidad de recuerdos”. Günther Birkenfeld dice que en las fábulas de los hermanos Grimm se puede encontrar respuesta a la pregunta sobre cómo hicieron los alemanes para perpetrar semejantes atrocidades en Auschwitz. Toda esa celebración de la violencia, visible en el folclore centroeuropeo, está ausente en Ferdinand.