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El terror

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 Lo que hace singular a Moreno no son sus ideas sino sus formas. Cuentan los presidentes de las filiales argentinas de las mayores empresas multinacionales que los hace esperar en una sala oscura con sillas pequeñas e incómodas, donde muchas personas de saco y corbata y gestos temerosos se miran unas a otras sin conocerse pero sabiendo que comparten un calvario común. Luego, se abre una puerta y hace pasar al presidente de una firma española al grito: “Pasá, gallego”. Al salir éste, se vuelve a escuchar el grito: “Ahora pasá vos, ponja”, dirigido al mayor ejecutivo de una empresa japonesa. Los visitantes deben comer un alfajor de chocolate que tiene decorado con crema la leyenda “Clarín miente”, rodeados de vírgenes, cuadros de Perón y cotillón kirchnerista.

Pero los guantes de box de Moreno en las reuniones de Papel Prensa o sus perros que detectan dólares escondidos en los autos, que van a cruzar las fronteras como si fuera droga, son parte de una teatralidad teleológica que persigue amedrentar. Una lógica del terror que comienza siempre dando grandes resultados hasta crear –inevitablemente– las condiciones para la posibilidad de su propia destrucción.

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El uso del terror para disciplinar la economía es un desplazamiento de la cultura violenta de los años ‘70. Su eficacia militar es inservible aplicada a otros campos como el del comercio. Pero es comprensible que quienes se formaron y pasaron de la adolescencia a la adultez participando en una cultura en la que la violencia estaba legitimada arrastren a lo largo de su vida la tendencia a utilizar esa herramienta como algo normal para la resolución de problemas.

Quienes creen ser artífices de un cambio de época o paradigma ven a todo aquél que se oponga o sea un obstáculo como algo que debe ser arrancado del camino del pueblo hacia su éxito. La persecución y el ajusticiamiento real (como en la Revolución Francesa) o simbólico del disidente son esenciales para el cumplimiento de los objetivos, porque es a través del terror que se logra domesticar a todos sin el costo de tener que llegar materialmente a cada uno de ellos. La amenaza, para ser efectiva, requiere algún grado de realización, pero sólo se precisa consumar una parte de ella para lograr su fin.

Trotsky sostuvo en su autobiografía que en una guerra de liberación “no es posible llevar a la muerte a masas de hombres a menos que el mando del ejército tenga en su arsenal la pena de muerte como castigo al desertor”.

El terror se ejerce tanto por vía de la ejecución del adversario como del propio partidario. Quizás lo que sigue permita comprender por qué el kirchnerismo es más cruel aun con Alberto Fernández o los Eskenazi que con quienes han estado siempre en veredas opuestas. O por qué muchas veces los empresarios, ingenuamente, le reclaman a Moreno pautas concretas para poder adaptarse a ellas y saber que están cumpliendo con su voluntad. Moreno se niega a especificarlas y quiere que nunca sepan cuáles son las normas para que siempre vivan aterrorizados por la posibilidad de estar incumpliéndolas. El método del terror se sustenta en el acto de conceder certeza a la incerteza.

En todas las sociedades primitivas hubo prácticas religiosas a través de las cuales el poder sacrificaba humanos. El argumento oficial fue que eran para calmar la ira de los dioses, lo que desde una mirada moderna cándidamente atribuimos sólo a su ignorancia. Pero en esas prácticas había mucho más de eficacia social que de ignorancia, porque al sacrificar “a uno de los nuestros” –y no pocas veces a alguien totalmente carente de merecimiento– se enviaba el mensaje de que le podía tocar a cualquiera. Así, la supervivencia de cada integrante no dependía ya de sus actos sino del humor de la autoridad, generando una sumisión incondicional por efecto del terror ante un derecho a la vida que pasaba a ser un regalo del rey o la reina.

Que el castigo sea la pena de una ley nunca promulgada (porque la ley se sanciona a posteriori del sacrificio) potencia al infinito la sensación de orfandad de cada integrante del grupo, reducido a cosa sin conciencia y sin saber a qué atenerse.

No es la arbitrariedad una consecuencia de la ignorancia, la falta de planificación o la carencia de mentes sistemáticas. El sistema es la arbitrariedad; la falta de norma y el cambio continuo no son un atributo del sistema sino que son su ser.

Moreno debe haberse reído de todos los periodistas que trataban de descifrar el código encriptado sobre los parámetros que usaba la AFIP para autorizar la compra de dólares. Que fuera el “25% del salario en blanco” podía ser tan aplicable como el “colesterol menor a 180”. Y cuanto menos se entienda, más aterrorizados estarán todos.

Lo mismo sucede con las atribuciones a los humores de la Presidenta: “No nacionalizó las acciones de Eskenazi en YPF porque son de ella”, luego “no las nacionalizó para castigar a Eskenazi porque, al morir Néstor, se hizo el vivo y no quiso reconocer que era su testaferro”.

Del desconocimiento al mito hay un paso. Así como nuestros predecesores bailaban para que lloviera, hoy los grandes empresarios creen que compran su seguridad colocando avisos en los medios oficiales. O la menos pudiente clase media cacerolea para poder comprar todos los dólares al precio oficial, algo tan imposible como fue en 2001 pedir que devolvieran los depósitos en dólares, porque –tanto hoy como en 2001– no hay dólares para todos.

Qué error comunicacional de Kicillof al decir: “Esto no es el 2001”. Fue como si una azafata recibiera a los pasajeros al despegar diciendo que “nuestros aviones no se caen”, mientras entonces todos comienzan a preguntarse: “¿Cómo? ¿Se pueden caer?”. Precisamente, esa candidez y su purismo lo diferencian de la veteranía curtida de Moreno y la Presidenta, marcados culturalmente por la violencia de los ‘70.

“Mi conducta individual de terror consiste en consolidar en mí la inercia en la exacta medida en que esta práctica recíproca de realización se realiza también en un otro tercero por la mediación de todos los otros”, escribió Sartre. Con ese terror como “práctica recíproca”, Moreno pretende sustituir otro concepto tan mítico como la “mano mágica” del mercado. Al decirles a los dueños de las agencias de cambio que “si quieren sobrevivir me deben poner el dólar negro por debajo de los 5 pesos”, cae en la misma utopía de quienes reclaman –cacerola en mano– comprar todos los dólares que quieran al cambio oficial, o sea, algo que no hay. El dueño de la agencia de cambio no vende sus propios dólares, sino los de otros que primero tienen que venderle a él.

La militarización de la economía no va a funcionar.