Kirchner no es Lula. Mientras el matrimonio presidencial argentino no logra reducir el 61% de rechazo, el brasileño es el presidente con mayor imagen positiva del continente. Pero aun así Lula perdió las elecciones de la semana pasada en San Pablo, donde ganó el Partido Democrático (similar al PRO) y en Río, donde ganó el PMDB (similar al radicalismo). Perdió en todas las grandes ciudades que no son del nordeste, la zona más pobre del país: Porto Alegre y Florianópolis, donde ganó el PMBD; Belo Horizonte, donde ganó el Partido Socialista (similar a Binner), y Curitiba, donde gano el PSDB (socialdemócrata, de Fernando Henrique Cardoso –ver reportaje en Pág. 39–, similar a la Coalición Cívica).
El gráfico de esta página muestra que, mientras Lula pierde en las grandes ciudades (hoy hay un 16% menos de intendentes de su partido que cuando fue electo por primera vez presidente, en 2000) gana en las ciudades más pequeñas, donde con menos posibilidades laborales no estatales el clientelismo político y el dinero del gobierno nacional compra mayor cantidad de voluntades.
Lo mismo sucedió ya en la Argentina, en las elecciones del 2007, donde el kirchnerismo, aun ganando con comodidad, perdió las ciudades de Buenos Aires, Rosario y Córdoba, por citar sólo las tres mayores. Y, tras el desgaste que dejaron la crisis del campo y la inflación, la tendencia debería ser aún más pronunciada en elecciones no presidenciales.
Pero no ya el enfriamiento, sino –directamente– la recesión que está emergiendo generará consecuencias opuestas entre sí. Por un lado, la esperable irritación de la sociedad con sus gobernantes, pero también las oportunidades que la recesión le brinda al Gobierno. En buena medida, en 1995 Menem logró ser reelecto porque la crisis del Tequila hizo que los votantes se volvieran más conservadores y priorizaran el mantenimiento del consumo (el “voto cuota”) por sobre sus críticas a la corrupción. Algo así se puede sentir ya, cuando no pocos ciudadanos comienzan a ver con mejores ojos que el Gobierno se gaste ahora la plata de los jubilados de 2020 en un plan de obras públicas que permita paliar el desempleo y la caída vertiginosa de las ventas y el consumo en 2009. Total, como decía Keynes: “En el largo plazo, todos estaremos muertos”.
La gente tiende a preocuparse más por valores como división de poderes, seguridad jurídica o garantías republicanas en los momentos de bonanza, cuando puede hacerlo porque sus preocupaciones materiales están razonablemente satisfechas. Pero cuando estas últimas están en peligro, se vuelve más pragmática y tiende a posponer preocupaciones más sofisticadas si así mejoran sus posibilidades de solucionar problemas más apremiantes.
Habrá que ver si el creciente efecto de la crisis –dicen que a partir de marzo se notaría con toda su fuerza– hará a los votantes menos preocupados en que se dejen de investigar, entre tantos otros, el Caso Skanska, la bolsa de Felisa Miceli, los fondos de Santa Cruz o el tramo argentino del Valijagate, porque el procurador general de la Nación ha recortado las atribuciones del fiscal anticorrupción, como acaba de suceder.
Habrá que ver si cuando la crisis se haga sentir en toda su magnitud no aparecen nuevas voces pidiendo que se usen todas las herramientas posibles para reactivar la economía, inclusive las reservas del Banco Central. Pocas cosas son peores que un burgués asustado.
Hoy no parece ser ése el escenario. Cristina Kirchner cancela cada vez más actos anunciados en el interior, como el de Bahía Blanca de anteayer, por temor a protestas públicas en su presencia. Pero su marido confía en que el poder del dinero todo lo puede. De hecho, él llama “únicos confiables” a los conductores de los movimientos sociales que, repartiendo dinero del Estado, construyen su red electoral. Finalmente, podría ilusionarse con el dato cierto de que Lula reparte menos dinero que él.
Política y dinero son sinónimos en la gramática de Kirchner (su esposa es cada vez más una figura decorativa) desde la prehistoria del Frente para la Victoria, cuando antes de presentarse a su primera elección en Santa Cruz dijo que tenía que hacer mucho dinero para poder dedicarse a la política. ¿Serán los votantes argentinos, respecto del dinero, tan diferentes a nuestro ex presidente cuando enfrenten situaciones de crisis, o más de los pensados se verán contentos de poner su precio y tener quien esté dispuesto a comprarlos?
Por las dudas, la oposición no debería confiarse en que el mero desgaste del matrimonio presidencial les permitirá derrotarlos. Dos ejemplos resultan una amenaza y, a la vez, una oportunidad. En Chile, Pinochet unificó en su contra a todos los partidos de centroizquierda, progresistas y moderados en una Concertación que viene ganando todas las elecciones desde el regreso de la democracia. Pero ahora que Pinochet definitivamente dejó de existir, por primera vez la Concertación se está dividiendo y sus adversarios podrían ganarle.
Lo mismo sucedió en la Argentina con la aprobación en Diputados de la estatización de los fondos de los futuros jubilados en comparación con hace unos meses, cuando la oposición se juntó en contra del proyecto de retenciones móviles del Gobierno. Sin un elemento que los aglutine, corren el riesgo de que una combinación de clientelismo político, caja y miedo permita al oficialismo hacer una papel mejor que el esperado en las próximas elecciones de 2009.