Cuando en 2007 Eduadro Berti –junto a David Fajn y Eduardo Milewicz– creó el sello editorial La Compañía, uno de los títulos que eligió para darse a conocer (“somos una editorial independiente con el objetivo de rescatar autores y libros, textos olvidados o inéditos de escritores importantes”, declaran en su página web) fue La misma sangre y otros cuentos, del escritor estadounidense William Goyen. Especie de autor de culto involuntario (“Creo que merecía reconocimiento. No hablo de aprobación o desprecio. Pero levanto la mano y digo: ‘¡Oigan, aquí estoy! ¡Presente!’”), Goyen es uno de esos casos extraños que cada tanto saltan al mundo de la literatura desde algún lugar perdido del sur de los Estados Unidos. Nacido en 1915 y muerto en 1983, enseñó en Columbia y Princeton, se casó con una actriz y escribió algunas novelas. Pero, sobre todo, dejó sus Collected Stories (1975), del cual Esther Cross seleccionó y tradujo los relatos de este volumen aparecido hace dos años.
Cuando uno piensa en la literatura sureña, surgen de inmediato los fulgurantes nombres de William Faulkner, Carson McCullers, Flannery O’Connor, Truman Capote. A todos ellos respetaba Goyen, por ninguno decía sentirse influenciado. Menos aun, por la tradición literaria de las grandes ciudades: “No me interesan las infidelidades de las amas de casa de los suburbios de Nueva York. Sus vidas, sus encuentros sexuales y sus divorcios me parecen triviales en comparación con la vida de los sureños”. Lo que queda claro muy rápido, al sumergirse en el descarnado, mohoso universo ficcional de textos como Preciada puerta; El coyote; Arthur Bond (la escalofriante historia de un hombre que vive con un gusano en la pierna que lo arrastra a la locura) y, sobre todo, al leer el extraordinario Si tuviera cien bocas, donde un personaje expía un viejo pecado de clase y raza, haciendo que su culpa se eternice de una generación a otra.
Cross cuenta que Goyen solía declarar que nadie abandona nunca su lugar de origen, que no hay quien pueda liberarse de donde ha nacido y que hacía de esa creencia una máxima literaria. La época de muchos de sus cuentos es la del despertar industrial del sur, la migración del campo a las ciudades, la creación de nuevos núcleos urbanos. Los personajes: gente de pueblo a la que le cuesta adaptarse a la idea del progreso, que cuando se ven forzados a cambiar de hábitat enferman o enloquecen, granjeros, amas de casa, cazadores, temibles miembros del Ku Klux Klan. Los hechos: lazos de sangre que se deshacen, traiciones, enfermedades, manifestaciones epifánicas. Todo contado, como le gustaba describir al propio Goyen (apadrinado en su momento por Capote, amistad que, claro, tuvo a bien traicionar), mediante “un elegante grito de desesperación”.
Ahora, La Compañia acaba de lanzar un segundo tomo de Goyen con nuevos cuentos, titulado Angeles y hombres. En el posfacio, Marcelo Figueras intenta discernir la extraña pregnancia que generan estas historias: “La mayoría de los relatos de Goyen lidian con la cuestión del pasado o del origen (...) Y, a diferencia de lo que suele considerarse el paradigma del cuento perfecto, sus historias nunca cierran artificialmente. No le proveen al lector la catarsis del argumento redondo”. Tal vez sea eso: aquellos gritos desesperados y sus ecos, que resuenan y nunca se apagan.