Elisa Carrió se ha definido como liberal de izquierda en ciertas oportunidades. En la Argentina, la tradición liberal republicana se comprende perfectamente en el siglo XIX cuando había un Estado que diseñar, un país que organizar y un modelo productivo que liderar. Sin embargo, la cuestión será de mayor complejidad en el siglo XX, a partir de la irrupción de los dos grandes movimientos populistas (yrigoyenismo y peronismo) y de la sucesión de golpes de Estado a partir de 1930.
¿Cómo presentarse como liberal sin caer en el conservadurismo retrógrado y clasista, pero a la vez rechazar de plano políticas populistas y autoritarias? Parece un desafío mayúsculo que, con sus matices, encarna intelectual y políticamente Elisa Carrió. En ese sentido, es visible cierta orfandad representativa en el liberalismo argentino del siglo XX. Tanto la UCR como la Ucedé han sido los únicos partidos políticos que encarnaron un liberalismo en el siglo pasado, pero de modo parcial: las libertades civiles en el caso radical y las libertades económicas del lado de la Ucedé (ésta fagocitada por el menemismo). Tras la implosión de 2001, la pulverización del radicalismo deja ese lugar vacante a la Coalición Cívica-ARI, partido fundado por Elisa Carrió en 2002. La antinomia del liberalismo rengo en el siglo XX (república o libre mercado) encuentra su cauce de modo innovador cuando Carrió recoge este legado en el siglo XXI retomando las mejores voces progresistas: Sarmiento, Alem y Juan B. Justo. Tradición que reintroduce a su estilo: poniendo el cuerpo a la voz de la conciencia. Desde allí, elabora un diagnóstico severo: el contrato moral.
El discurso de Carrió está articulado en dos ejes: la denuncia de la red mafiosa instalada en el poder centralizado (el lavado de dinero como síntoma), y, en segundo término, el testimonio irremediable de la Argentina (lo trágico), es decir, la imposibilidad de cambio, salvo por la resistencia en comunidades apartidarias (el movimiento social de Toty Flores, la red de mujeres por la paz) o la fe.
Beatriz Sarlo describe a Carrió en La audacia y el cálculo como una chamán que funda comunidad en su decir agonal, por lo cual su dramatismo, su espiritualidad y su teatralidad la tornan ideal para el espacio televisivo. No es menor que su discurso tenga esta expresión y estética en Carrió, sino, por el contrario, quizá sea su forma más acabada y precisa. Posición incómoda, el liberal de izquierda en la Argentina será visto como un intruso, una figura libertaria, molesta y peligrosa para el populismo a la vez que alguien foráneo para el conservadurismo economicista.
Carrió encarna la voz disidente del outsider para el establishment hipócrita, que le teme, desprecia y admira por igual. Ese heroísmo de la soledad ha hecho de Lilita una personalidad exitosa y prolífica. Por fuera de una ciudadanía solipsista y desarticulada, su visión plantea una mirada foucaultiana sobre el poder, como red: un contrapoder.
Libre del gestionismo banal, anodino y desideologizado del PRO de Mauricio Macri así como del conservadurismo tecnocrático del peronismo de De Narváez, pero a su vez desmarcada de la socialdemocracia obsoleta del FAP de Hermes Binner, la filosofía política de Carrió es algo inédito. En este aspecto, su alianza con Pino Solanas, lejos de lo que se cree, parece ser un vínculo natural. No por la tradición del peronismo de Forja que tiene Solanas en su haber, por su cosmovisión estatista y verde, sino por el espacio que ambos ocupan en el tablero político: ética irreductible, autonomía, alta valoración de la educación, el arte y la cultura, una moral de la resistencia. El linaje de Lilita es claro; en eso su lucidez es, paradójicamente, su condena, y el escepticismo, el destino –por lo menos para quienes carecemos de su fe–. No hay cambio real sin conciencia. No hay libertad sin autogobierno ni verdad sin coraje.
*Ensayista y Licenciado en Filosofía.