Sinuhé, el egipcio tiene uno de los comienzos más bellos de la literatura, mi favorito junto al de Moby Dick. Dice así: “Yo, Sinuhé, hijo de Senmut y de su esposa Kipa, he escrito este libro. No para cantar las alabanzas de los dioses del país de Kemi, porque estoy cansado de los dioses. No para alabar a los faraones, porque estoy cansado de sus actos. Escribo para mí solo. No para halagar a los dioses, no para halagar a los reyes, ni por miedo del porvenir ni por esperanza. Porque durante mi vida he sufrido tantas pruebas y pérdidas que el vano temor no puede atormentarme y cansado estoy de la esperanza en la inmortalidad como lo estoy de los dioses y de los reyes. (…)”.
Desde luego, hay aquí una pequeña doble mentira, la de un narrador que le cuenta a un lector sus confesiones fingiendo que sólo se las dirige a sí mismo, y la de una voz cansada que reniega del sueño de duración que acuna la literatura; todo ello para imprimir en la mente del lector el sentido de esa duración, el tiempo de esa experiencia. Con esa voz cansada que abjura de la inmortalidad –tema serio para un egipcio de la época piramidal–, Hollywood hizo una película de éxito protagonizada por Yul Brinner, así como la pasión, agonía y muerte de Jesús se convirtió a su tiempo en “la historia más grande jamás contada”, en versiones que van de la hagiografía al porno sado de Mel Gibson. Por supuesto, la voz del narrador Sinuhé, con su hipnotismo melancólico, se urde como una astuta contracara de una historia de sexo, intrigas, conspiraciones, religión y política que se apropia de recursos ya venerables de la historia de la literatura. Porque Sinuhé encarna a un Moisés desencantado y a un Don Quijote que sabe del horror del mundo y se abstiene de transformarlo, y su fiel sirviente y decente ladrón Kaptah es Sancho Panza. Y además, en la novela, aparece una Circe extraordinaria, la bellísima y seductora Nefer Nefer, de la que hablaré en la próxima entrega.