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PENSAMIENTO PRIMITIVO

Elogio de la homofobia

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Nada preocupa tanto al progresismo como transformar el sentido común, considerado un sórdido reservorio de creencias “fachistas” o, por lo menos, burguesas, conservadoras o derechistas. Ello sería consecuencia de que el sentido común corriente se encontraría ancestralmente contaminado por los prejuicios imbuidos por las clases dominantes de la sociedad.

En el contexto de esta lucha por “ilustrar al soberano”, uno de cuyos aspectos salientes consiste en una cuidadosa selección y sustitución de los términos usuales, así como de su valoración positiva o negativa, se ha impuesto la palabra “homofóbico”, con el objeto de condenar moralmente a quien siente rechazo por la igualdad, por la identidad, si bien el epíteto va principalmente dirigido a quienes no comulgan con la homosexualidad. El hecho no es de extrañar, puesto que el progresismo muestra especial propensión por las cuestiones sexuales o, mejor dicho, de género (pues el vocablo “sexual” ha caído también en desgracia y debe ser desterrado).

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Ahora bien, si la homofobia puede ser en ciertos casos perjudicial, mucho más parece serlo la heterofobia, a saber, el miedo, el temor o el horror a la diferencia. En efecto, el pensamiento primitivo tiende a rechazar lo diferente, lo otro, mientras que todo sucede como si la madurez del pensamiento estribara en admitir la diferencia, tanto más cuanto esa diferencia aparece más radical e irreductible. Los procesos de discriminación y segregación se basan, todos ellos, en la heterofobia, esto es, en el rechazo de la diferencia.

Ya un antiguo filósofo griego, Empédocles, un presocrático muy estimado por Sigmund Freud, sostenía –en el marco de una teoría de los ciclos cósmicos que marchaban de lo Uno a lo Múltiple, para luego retornar a lo Uno– que la vida, en su consustancial diversidad, sólo florecía en cuanto ambos principios se combinaban. Por el contrario, cuando todos los elementos se identificaban en lo Uno, se fusionaban, la vida desaparecía. Una suerte de entropía, si se quiere. El mismísimo Platón, en su célebre diálogo El sofista, se ve obligado, según su propia confesión, a cometer parricidio contra Parménides –filósofo de lo Uno– y a incluir la diferencia, so pena de renunciar al discurso articulado, no poder distinguir la verdad del error, etcétera.

Con su heterofobia, el progresismo retrocede a un primitivismo peligroso y, en definitiva, impracticable. Su odio a la diferencia lo lleva a negar la naturaleza, pléyade de diferencias –de ahí género y no sexo; todo es cultural–, las diferencias sociales, históricas y culturales, las diferencias de opinión o de apreciación, en nombre de una igualdad sin distinciones que –de ser factible– sólo podría culminar en una homogeneidad indiscriminada. Es que para el progresismo todo lo que no es “homo”, todo lo que es “hétero”, significa una desigualdad oprimente. Pero diferencia no significa necesariamente dominación. Es más, la dominación o la opresión forman parte de la heterofobia, de la intolerancia ante la diferencia, de la reducción del otro a una parte propia.

Practicar la homofobia no es otra cosa que respetar la vida en su diversidad irreductible. Esto no quiere decir legitimar las desigualdades injustas basadas –como decíamos recién– en la reducción del otro a parte de sí mismo, como sucede a menudo en la explotación económica o en la violencia doméstica basada en la fuerza física o el dominio psicológico (para mencionar un tema caro al progresismo). ¡Es que aquella explotación y esta violencia son justamente síntomas de heterofobia!

La condena de la homofobia, el elogio de la heterofobia, nos llevan por caminos errados, al dirigir nuestros pasos hacia un indeseable diseño de la sociedad que Nietzsche supo anticipar como ninguno: “Todos quieren lo mismo, todos son iguales: quien tiene sentimientos distintos marcha voluntariamente al manicomio” (Así habló Zaratustra, Prólogo 5).


*Filósofo.