Mientras unos y otros se atribuyen la victoria en las PASO del domingo 13 de agosto (unos enarbolando cifras nacionales, otros reincidiendo en relatos con toques delirantes), hay un partido del que poco se habla. El de los indecisos. Ese partido acostumbra tener a los candidatos y a los encuestadores con la glotis cerrada hasta el momento de las primeras bocas de urna. Porque los indecisos siempre deciden. Y quizás sean los más democráticos de los votantes. No van a las urnas por obediencia debida, por apego fanático a un dogma o por fidelidad a un color, aunque los candidatos de ese color sean indiferentes a la suerte de su clientela mientras esta permanezca. Los indecisos votan porque ese es uno de los deberes que rigen la vida en democracia. Pero por algún motivo vuelven a representar un porcentaje decisivo en cada nueva elección.
Tomemos la provincia de Buenos Aires. Unos celebran que “la gente”, ese comodín para llenar frases en discursos, quiere y acompaña “el cambio” (dando por sentado que cambio, significa algo y que esa palabra es un valor en sí misma). Otros se ufanan de que sus creyentes quieren dejar de sufrir regresando a un pasado imaginario y eviscerado de todo rastro de corrupción. Pero en verdad, ni unos ni otros fueron votados por la mayor parte del padrón de ese distrito. A cada uno de ellos no los eligió un 65% de los votantes, aunque ambos convierten a sus respectivas partes (minoritarias) en el todo.
Si la verdad estuviera en alguno de los dos relatos, no habría indecisos. La sociedad estaría encolumnada detrás de ese cambio basado en lo que el filósofo Roger Scruton llama “optimismo inescrupuloso”, o habría ido en masa a recuperar el pasado de impunidad y corrupción criminal que su musa ahora herbívora parece haber olvidado. Pero el partido de los indecisos frustra a ambas mayorías y tampoco confía en la avenida del medio.
¿Por qué son indecisos los indecisos? ¿Por qué siembran de tensión cada elección, sea presidencial o de medio término? Quizás porque su indecisión es producto de la decepción, de la impotencia frente a la repetida chatura de los candidatos y de los discursos, cuando no de su hipocresía. Acaso porque aspiran a escuchar una propuesta verdaderamente política, esa que jamás parte de la boca de algún candidato. Una propuesta que encierre una visión y también enseñanzas acerca de cuáles son los recursos, las ideas y los caminos a desarrollar para orientarse hacia esa visión. Tal vez porque esperan, un proyecto de comunidad en que la diversidad no sea provocadora de grietas sino enriquecedora del escenario en el cual vivir con el otro.
Podría ser que los indecisos lo sean porque estén hartos de que se les hable como a tontos, de que se los manipule desde el toqueteo emocional, que se les quiera hacer creer que los candidatos no son lo que parecen y de que se los tome por conejitos de Indias en los laboratorios del marketing electoral. De paso, no sería raro que los indecisos estén hasta el gorro de analistas que, cuando pierden el hilo y buscan explicaciones posteriores a lo que no advirtieron antes, terminen lisonjeándolos con frases hechas como “la sociedad demostró madurez e independencia”. Es decir, que los despachen con lo que ya se convirtió en lugar común y sigan distraídos en chismes y anécdotas sin bucear el fondo de la cuestión.
Los indecisos no tienen “núcleo duro” (otra etiqueta de las que esclerotizan los análisis), son flexibles, están atentos al fluir de los hechos, no son siempre los mismos, discuten sin anatemizar, sostienen enriquecedoras conversaciones e incluso discusiones entre sí, no son objeto de clientelismo ni de manipulaciones sofísticas. Y seguirán siendo muchos y provocando el insomnio de candidatos y encuestadores mientras las propuestas, y quienes las encarnan, permanezcan a la altura del zócalo. Pero continuarán votando y garantizando un espacio y un ejercicio democrático allí donde la grieta sigue abierta y profundizándose desde ambos lados.
*Escritor y periodista.