Antes de que cohabitáramos en esta página (antes de que existiera este suplemento), Damián Tabarovsky publicó Literatura de izquierda. Eso fue en junio de 2004 y los cinco años transcurridos no impiden que siga siendo el único intento logrado de trazar un mapa de la literatura argentina contemporánea. En ese pequeño libro (si algo caracteriza a la literatura argentina contemporánea es que los libros son pequeños), Tabarovsky distingue una literatura valiosa, vital y vanguardista que tiene como referente un canon posborgiano integrado entre otros por Lamborghini, Puig, Copi y Zelarayán. Esa corriente alcanza su máximo desarrollo en el power trío Aira-Libertella-Fogwill y tiene secuelas en miembros del grupo Babel, como Guebel, Bizzio y Chitarroni. Frente a ellos, dice Tabarovsky, hay un movimiento en sentido contrario que defiende y practica una escritura retrógrada, comercial y sin riesgo, multiplicada en talleres literarios y cultora de un realismo del “café con leche”. En los años kirchneristas, las huestes del populismo –esos “jóvenes mediáticos” y “jóvenes serios” que describía Tabarovsky– se vieron reforzadas con la aparición de otra restauración conservadora: la de los defensores del compromiso político, tan cultores del mito de “contar historias” como sus contrapartes frívolas de la década anterior, tan desconfiados como ellos de lo que exceda la ramplonería habitual. La diferencia es que ahora se trata de satisfacer no sólo al mercado sino también al partido, como lo muestra la obscena publicidad de un taller de crítica que elige a Stalin como emblema.
Frente a las hordas de narradores seriados, no parece haber demasiado lugar para los escritores verdaderos ni la voluntad de reparar en ellos. Guillermo Piro figura en Literatura de izquierda como uno de los proyectos alternativos a la derecha literaria, pero su obra publicada hasta hoy había sido escasa. Sin embargo, tras una larga campaña como traductor, periodista, blogger y seductor (que incluye también su participación en este suplemento), Piro ha terminado por florecer con la publicación de Celeste y Blanca, una novela sensacional. Uso el término a propósito, imitando la ironía con la que el autor anuncia que “la historia de Celeste y Blanca vivirá para siempre, a pesar de la envidia y de los siglos”, el libro venderá miles de ejemplares, será traducido a cien lenguas y marcará el comienzo de una carrera de éxitos que le permitirá incluso irse a vivir con Blanca, una de las princesas del título (la otra se llama Celeste).
Es parte de su calculada comicidad que una novela que tiene como única patria la literatura juegue con un título tan ambiguo, pero coherente con su voluntad de libertad y soberanía. Piro, como su rey Alfredo, escribe “un libro que no es un libro”, como ocurre con todas las grandes novelas, desde el Quijote hasta Ulises, pasando por Tristram Shandy.
En Celeste y Blanca, donde cada frase es una muestra de ingenio y una invitación al desconcierto, hay lugar para todo: la narración desaforada, el erotismo, la reflexión estética y filosófica, la autobiografía, la provocación, el ajedrez o los zapatos. Estamos frente a un autor que ha madurado hasta lograr una novela que puede incluirlo todo y hasta ejercer su propia crítica. “Celeste y Blanca posee una despiadada franqueza en su egolatría, en su tristeza. Eso es tan cierto como la vida, en el sentido terrible de que nada nos afecta realmente.” Piro imagina a su héroe (Humberto, a veces llamado Mamerto) colgado cabeza abajo, acaso porque en el libro “se respira cierta nostalgia por los valores perdidos, nunca se reflexiona sobre los que se ganaron”.
Amparado en el buen humor, en la luminosidad de su prosa, Piro insinúa que el destino de todo escritor es el martirologio, aunque éste se exprese mediante el desprecio de los colegas. La literatura, parece decir, sólo es posible al borde del abismo.