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Elogio del turista

Gonzalo Garcés, que vive en Chile, insiste en que hay que leer a Rafael Gumucio, que es escritor pero se hizo famoso con un personaje cómico en la televisión trasandina. Tal vez por eso (la presencia audiovisual atenta contra el prestigio de los intelectuales), Gumucio no tiene buena prensa en su país.

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Gonzalo Garcés, que vive en Chile, insiste en que hay que leer a Rafael Gumucio, que es escritor pero se hizo famoso con un personaje cómico en la televisión trasandina. Tal vez por eso (la presencia audiovisual atenta contra el prestigio de los intelectuales), Gumucio no tiene buena prensa en su país. Ni tampoco en el nuestro, en este caso porque nadie lo ha leído. En cambio, se lo aprecia en España, donde su narrativa y sus memorias fueron elogiadas por Ignacio Echevarría, el gran crítico del diario El País que fuera despedido porque sus artículos afectaban los intereses de la patronal. En Desvíos, una recopilación de los trabajos de Echevarría sobre literatura latinoamericana (de la notable editorial Universidad Diego Portales) hay dos reseñas y media dedicadas a Gumucio, que nació en 1970 y se crió en París tras el exilio de sus padres. Allí se lee que su estilo es “compulsivo, gimoteante, asustadizo, nervioso, sensual, impúdico, autoflagelante, seductor y corrosivo”, y que el autor parece “una versión austral y católica de Woody Allen”.
Ni los adjetivos de Echevarría ni la comparación con Woody Allen resultan demasiado tentadores, pero aun así compro Páginas coloniales, un libro que recopila las crónicas de viaje de Gumucio. Allí descubro que el autor no posee sólo un gran sentido del humor, sino una prosa sonora y contundente, un agudo poder de observación y un notable brío intelectual. El libro comienza refutando la célebre distinción de Paul Bowles entre viajeros y turistas que condena a estos últimos al oprobio. Dice Gumucio: “El turista se equivoca mucho menos que el viajero sobre los países que visita. La prueba está en que los informes más exagerados y falaces sobre Latinoamérica no los escriben los pocos japoneses que van a sacar fotos a Machu Picchu, sino los especialistas americanos y europeos del continente, que hablan la lengua local y visitan cada seis meses los países que estudian”.
Gumucio reivindica la capacidad del turista de ser simultáneamente ligero y profundo y así es capaz de encontrar uno de los mejores cuentos de gallegos de los que se tenga memoria (que por sí solo justifica el libro) pero también de dinamitar el nacionalismo vasco, la nacionalidad de sus ancestros: “Como diría Marcel Duchamp, el problema vasco no tiene solución porque no es un problema. O más bien, sí hay un problema, pero uno muy antiguo y muy hispano: el feudalismo que, disfrazado de federalismo, ha imperado en el reino desde que éste abandonó la dictadura. Así en pleno siglo XXI, el País Vasco es gobernado por el fantasma de los fueros medievales. Según éstos, en razón de su pureza de sangre (falta de sangre árabe y judía), los vascos están exentos de pagar algunos impuestos”.
En su melancólico peregrinar, Gumucio llega a Buenos Aires en marzo de 2002, en plena era de las cacerolas, y encuentra “más opulencia, elegancia y sed de cultura o de justicia que en la casi rica Santiago”. Pero también que “la ilusión de una Sudamérica urbana, de clase media inmigrante, cultivada y ambiciosa exhibe su propio fin”. Sin saberlo, cargado de libros, sorprendido frente a los precios bajos y la pobreza de la gente común, Gumucio resultaría la avanzada de la ola turística que cambiaría en buena medida la circulación y las costumbres de la Ciudad en los años posteriores, la que hace que un turista como yo, que llega del interior argentino, se sorprenda por los precios imposibles y por los contingentes de extranjeros en busca de pichinchas culturales, gastronómicas o sexuales. Mientras sólo parece hablarse inglés en la Recoleta, recuerdo la impresión de Gumucio de que los argentinos estaban ocupados en una revolución “vacía de sentido, de ideas, pero llena de palabras, de explicaciones, de listas de culpables al borde de ser guillotinados, listas elaboradas por los culpables mismos, que bailan sin cabeza”. Poco ha cambiado desde entonces.