Quien desee comprender la situación institucional argentina no puede limitarse a la percepción externa del diseño institucional, sino que deberá adentrarse en el estudio de la práctica de las reglas que prometen algún éxito en una sociedad institucionalmente débil: un “país al margen de la ley”, como lo calificara Carlos S. Nino ya en 1992. El fenómeno no era nuevo. Ya en 1933, Ezequiel Martínez Estrada, en Radiografía de la pampa, había expuesto la estructura institucional argentina con la siguiente descripción del funcionario público: “Alcanzado el cargo, consigue automáticamente la impunidad, que siempre es inherente a cualquier posición destacada; impunidad es ponerse más allá de la sanción ordinaria, por arriba del silencio de los que aspiran a eso mismo. La carrera hacia el poder es la carrera hacia la impunidad [...] Pues sin esa arrogancia [...] se traicionaría un ideal de multitud: hacer fortuna y mandar [...] El cumplimiento liso y llano del deber haría despreciable la función; en cambio el fraude y el impudor son signos de fuerza, porque en ellos se ve al hombre más poderoso que la función y más temible”.
Buena parte de los argentinos desconfía de la eficacia de las instituciones, especialmente de las encargadas de formular y aplicar las leyes.
La llamada “desobediencia civil” es un recurso bien conocido que fue practicado con éxito en los Estados Unidos como protesta extrainstitucional en contra, sobre todo, de la discriminación racial. Se trataba de un delito jurídicamente injustificable que implicaba la prisión para los “desobedientes”. Más aún: ellos mismos exigían la imposición de una pena para subrayar el carácter de manifiesta desobediencia legal y la necesidad de que los funcionarios competentes tomaran la Constitución en serio. Lejos de desafiar al Estado, su objetivo era reforzar la eficacia de las instituciones y estimular así la confianza a la que ellas aspiraban.
Muy distinta es la situación de las protestas de los llamados “piqueteros”, cuya actuación es motivo de indignada e impotente reacción ciudadana y que muy poco tiene que ver con la de sus remotos antecesores en las ciudades petroleras de Neuquén y Salta. Se trata ahora de la manifestación incontrolada de un factor de poder paralelo al institucionalizado que, invocando la ineficacia del Estado para responder a sus reclamos, paradójicamente exige y recibe apoyo oficial para que sus dirigentes obtengan a veces categoría de funcionarios y simultáneamente practica formas de violencia callejera y vial que minan la capacidad de respuesta de los organismos encargados de asegurar el orden y hacer valer el Código Penal, que justamente les debería ser aplicado a quienes pretenden cultivar esta curiosa forma de desobediencia civil impune. Surge así una espiral de confrontación que afecta negativasoludesinstitucionalización que ello implica es un elemento preocupante de la cultura política argentina. Cuando el diálogo y el compromiso en los Parlamentos son sustituidos por la violencia y la intrasigencia en calles, plazas y carreteras, se comienza a transitar por una senda que conduce a la destrucción de la democracia representativa, es decir de la mejor forma de gobierno que el hombre ha creado para asegurar el mayor grado de igualdad y libertad.
En los años treinta del siglo pasado, Herman Heller, el gran teórico del Estado, advirtió en la República de Weimar con angustiada certeza: “Si la ciudadanía comienza a creer que la satisfacción de sus intereses no se logra a través de los recursos legales de la democracia, lo que nos espera es la dictadura”. Y tuvo razón. La historia no se repite pero algo se aprende de ella. Conviene entonces no olvidar que estimular abierta o veladamente el surgimiento de sistemas paralelos de distribución de cargas y beneficios es propiciar el suicidio de la democracia y optar por la alternativa que temió Heller y hoy aflige al demócrata argentino.
*Politólogo argentino, profesor emérito de la Universidad de Maguncia (Alemania).