La relación con los órganos internos del cuerpo es curiosa: sólo existen cuando nos duelen o les pasa algo. Con los órganos externos, en cambio, la alarma es instantánea: basta un cambio considerable en el color o la textura de un ojo para que la preocupación o el miedo nos cierre la garganta; o perder un pedazo de diente o de muela al masticar (o incluso soñar la pérdida de una pieza entera de la dentadura) para que sintamos la cercanía imprecisa de la Gran Cosechadora. En cambio, el hígado tiene que provocar problemas intensos, el estómago darse vuelta, el corazón saltar a destiempo, la vesícula partirnos en dos con un cólico nefrítico. Recién entonces prestamos atención. Por eso tantas cosas se incuban a veces durante tanto tiempo sin que las percibamos.
El cerebro es un ejemplo especial. Maneja todo, ahí donde está, haciendo equilibro al final de la médula espinal, encerrado en la caja craneana. Sospecho que mi relación con él es parecida a la de todo el mundo: atención casi cero. Incluso cuando hay dolores concretos, son dolores “de cabeza”, “del ojo”, “de la frente”. Casi toda mi vida pensé muy poco en el cerebro propiamente dicho, tal vez por no haberme dedicado a la filosofía (donde pasa a ser “la mente”), o por no ser anglosajón. Me interesaba, sí, cuando leía una noticia rara sobre alucinaciones, confusiones, ilusiones ópticas o trucos de prestidigitación basados en la velocidad del ojo o la mano. Casi no recuerdo, en cambio, buenos relatos relacionados directamente con el cerebro.
Eso cambió el par de veces en que no el cerebro en general, sino mi cerebro dio señales de vida hacia afuera. Como se supone que todo pasa por ahí para ser percibido, organizado, clasificado, cuando el cerebro nos apoya una mano en el hombro y nos dice: “¿Te acuerdas de mí, muñeco?”, nos corre un frío por la espalda.
Dos o tres veces tuvo que ver con la vista, dos veces (inolvidables) con el lenguaje hablado. Todos los casos estaban relacionados con sobrecarga inconsciente en la actividad laboral. Para mí era simple: hago un trabajo que me gusta, siempre me sobra tiempo, puedo seguir mucho más. En el caso de la vista, más que los clásicos puntos negros movedizos que suelen aparecer con el cansancio, lo que apareció fue un “pixelado” casi literal de lo que veía, sobre todo en los bordes (el “marco”) del ojo, imitando los DVD que fallan o las fotos de computadora de escasa definición: los famosos “cuadraditos”.
Dos veces fue acompañado por la decidida negativa del cerebro a armar algo coherente cuando traté de leer una página, una carilla del mismo trabajo que había provocado el derrape. Colgar todo, descansar: ésa fue la solución. Tratar de no pasarse de rosca: ése fue el mensaje clavado en la agenda futura, que he cumplido en buena medida
Lo otro fue peor. Una vez estaba hablando con mi hermano Sergio y un amigo español. De pronto quise decir algo y dije otra cosa. Cuando lo hice por segunda vez, me miraron sonriendo, sin entender. Hice gestos con la mano: debían ser pacientes conmigo, ya recobraría el tranco normal. Así fue, y les expliqué. La segunda vez fue con un amigo. Pasó lo mismo, pero más corto, y pude explicar en pocas palabras la necesidad de respiro. Enseguida pasó. Así que me olvidé del asunto (es mentira: a partir de entonces tuve muy en cuenta la relación energía/trabajo), y me olvidé también del cerebro.
Hace unos pocos años mi padre fue afectado por el Alzheimer. Eso me hizo más atento a lo que un amigo ingenioso suele denominar “esa víscera inútil”. Aunque otra vez mentira: me hizo más atento al Alzheimer en general, y a la memoria en particular, en conversaciones, novelas, películas, artículos. No llegué a la obsesión internética de buscar cientos de datos. Sobre todo porque solían repetirse, no ir más allá de cierto nivel de novedad o complejidad. Un día de ocio, con la mente (o el cerebro) vagando, me di cuenta de que en realidad sabía bastante sobre él, pero lo había olvidado. Se engancharon varios eslabones de una cadena discreta que abarcaba dos décadas.
1988: los datos básicos
Recordé que a principios de 1988 me habían encargado un larguísimo informe sobre “La percepción” en el mensuario uruguayo Punto y Aparte. Se trataba de ocupar las 24 páginas del “Aparte” (las páginas finales, en otro color), a dos columnas. Parte del secreto, para que el lector las leyera todas, era subdividir: la vista, el cerebro, la memoria, los “estados alterados”.
Si bien comenzaba la nota con datos simples –tiene el tamaño de un melón maduro; pesa menos que los músculos, los intestinos, la sangre o el hígado; y más que el corazón, los riñones, el páncreas o los pulmones– antes aclaraba que los especialistas sospechan en él un “apabullante potencial no utilizado”.
El cerebro masculino pesa alrededor de 1.400 gramos, el de la mujer 1.250, pero en relación con el peso del cuerpo el primero representa el 2% y el de la mujer el 2,5%. En cada minuto es bañado por medio litro de sangre, y bastan siete segundos de carencia para que haya lesiones. Lo que tenemos adentro del cráneo dejó de evolucionar hace 100.000 años. Lo distingue el córtex, la capa de “materia gris” de aparición más reciente, muy replegada, que lo envuelve por entero. Desplegado, el córtex humano abarca unos 1.400 centímetros cuadrados. En los mamíferos inferiores no importa mucho (un ratón sin córtex sigue su camino tan campante); en nosotros, en cambio, su ausencia hace que entremos a un estado casi vegetal. Más que los 15.000 millones de neuronas presentes desde el día mismo en que nacemos, importa la cantidad 1.000 veces mayor de interconexiones (o sinapsis) que van desarrollando las percepciones y el aprendizaje. El psicólogo T. Leary se oponía a la idea “digital” de las sinapsis, que en esa visión eran otros tantos interruptores de dos posiciones (on-off): prefería la imagen de “millones de señales cuánticas, como en una enorme pantalla de televisíón”. Después hacía precisiones sobre lo que reside en cada hemisferio cerebral (derecho e izquierdo), y sobre una investigación reciente (en ese entonces) que demostraba que el lenguaje, por ejemplo, asentaba sus funciones en hemisferios distintos según cuál es la lengua materna: occidental o japonesa.
Terminé el “Aparte”, donde acumulé cientos de datos. Mientras los juntaba y ordenaba, exclamaba asombrado ante la nueva información: “¡Oh!”, “¡Ah!”, “Ajá”, “¡Uy!”. Después entregué el artículo, lo cobré y me olvidé de todo, hasta que mi cerebro se puso a establecer conexiones ociosamente.
Los especialistas dicen que un elemento esencial es establecer un equilibrio entre recuerdo y olvido. El problema del Alzheimer es que el paciente se olvida de todo. El del Funes memorioso de Borges, que no se puede olvidar de nada. Los dos viven a medias.
Mucho después, fui al cine.
2002: Iris
En 2002 fui a ver Iris, una película basada en la vida de la escritora inglesa Iris Murdoch, tal como la contó su marido, John Bayley, en unas exitosas memorias. En todo el largo informe para Punto y Aparte no había usado ni una vez la palabra Alzheimer, porque no circulaba demasiado en aquella época. Aquí, en cambio, el guión dividía la vida de Iris en dos zonas: la juvenil, que mostraba a una mujer apasionada, desordenada, vital (interpretada por Kate Winslet), y la afectada de Alzheimer: una mujer de mirada lúcida pero cada vez más vagarosa, distraída, perdida, ida (interpretada por Judi Dench). El marido estaba enamorado por completo primero, después igual de entusiasta, pero dispuesto a perdonar todo. Al fin tenía que encargarse de una mujer que había sido brillante, ahora enferma, distante, cada vez más inalcanzable. Lo interpretaban (en las dos épocas) Jim Broadbent y Hugh Bonneville.
Yo tenía el libro. No lo había leído antes de ver la película. Después no lo leí nunca: ya había visto la película, que no era ni muy buena ni muy mala. Pero uno la seguía con interés. En mi caso, sobre todo la zona más actual, donde Judi Dench pegaba saltos ilógicos de varias décadas en un diálogo corto, o se perdía en el barrio que había conocido desde siempre, o dejaba que el caos invadiera la casa y hasta se encargaba de aumentarlo casi sistemáticamente. Recuerdo hasta qué punto me distancié de la decisión de aquel marido entre ejemplar y tonto de encargarse él solo de cuidar a su mujer. Aunque yo mismo desconfío como el que más de los médicos (a tal punto que no los consulté después de mis sustos de estrés), me asombró pensar con tanta claridad: “Esto no da para más. Ese tipo tendría que recurrir a alguien, ponerla en un lugar donde la cuiden”. Me daba la impresión de que llevaban sin necesidad una vida cada vez más infernal, y que Iris terminaba por morir tal vez bastante antes de tiempo.
Flashback: Oliver Sacks
Aprovecho ahora que mi cerebro lo recuerda: entre la larga nota y la película sobre Iris Murdoch había leído uno de los mejores libros de viaje del siglo XX: La isla de los ciegos al color, de Oliver Sacks. En realidad, cuando entré al cine ya registraba el nombre alemán, porque me quedaron grabadas las especulaciones de Sacks sobre el posible origen común de enfermedades neuronales como el lytico-bodig (la más mencionada en el libro), el Alzheimer y el Parkinson postencefálico (aunque más tarde, en una nota, Sacks informaba sobre las dificultades de esa teoría). Todas esas dolencias incluían, vistos al microscopio, nudos neurofibrilares. En el Alzheimer, sin embargo, aparecían también placas, que con el tiempo (el libro fue publicado en 1996) terminarían por ser una de sus características físicas, visibles al microscopio, más citadas.
2003-2005: la memoria de mi padre
Mis padres vivían a comienzos del milenio en un departamento ubicado frente al Parque Independencia de la ciudad de Rosario. Los visitaba con cierta frecuencia. Notaba a mi padre cada vez más desmemoriado. Yo lo atribuía a la edad. Incluso nos reíamos los dos de algunos momentos. Como yo mismo había aumentado mi facilidad para olvidarme de nombres, no me alarmaban diálogos como éstos:
—Ayer vi en el parque a... (pausa). Bueno, el que escribió... (pausa). El que tenía el negocio de... (pausa). ¿Cómo se llamaba?...
—Está bien, papá, cuando se acuerde me dice.
Pasaban quince o veinte minutos, y mi padre entraba al cuarto donde yo estaba leyendo, acostado:
—¡González! –exclamaba, muy alegre.
Y nos reíamos.
Empeoró, desde luego. Pero ni siquiera cuando empezó a costarle leer (una de las actividades cruciales de su vida), o escribir (tanto en la máquina de escribir eléctrica que tenía, como a mano), pensé en el Alzheimer.
La situación tuvo que ponerse insoportable para mi madre (no sólo por la tristeza progresiva, sino también por los enfrentamientos absurdos cada vez más frecuentes), y mi padre tuvo que pasar cada vez más horas acostado, para que al fin le hicieran un análisis prolijo.
Como vivo en Montevideo, no asistí al momento en que el médico le diagnosticó Alzheimer. Pero me impresionó el modo en que lo hizo: sabía que mi padre era poeta y editor de poesía, y lo había leído. Les dijo a mis hermanos que pensaran que se trataba de la sordera de Beethoven, y sobre todo –lo más difícil– que no lo sometieran a tensiones sociales excesivas, como grandes reuniones familiares. Mi padre estaba enfermo: tenía Alzheimer.
Cuando recibí la noticia me sentí bastante estúpido. De hecho, todos y cada uno de los síntomas que había visto en él sin reconocerlos estaban clarísimos en Iris. Pero si los síntomas de la enfermedad son claros (tanto externos como al microscopio), también es claro el síntoma de quienes rodean a los enfermos de Alzheimer de negar el asunto hasta donde se pueda, sin advertirlo. A los demás les cuesta menos empezar frases al estilo de: “Tendrías que haberte dado cuenta”. Como dijo con puntería un escritor francés: “Los accidentes de tránsito les ocurren siempre a los demás”.
Una noche, estando yo de visita, mi padre se descontroló. Descubrí hasta qué punto era fuerte y duro de domar. No mucho después, mis hermanos decidieron internarlo en un geriátrico de patios amplios y estatuas religiosas, cerca del mismo bulevar 27 de Febrero, donde estaba el departamento de ellos. Me impactó mucho, pero acepté, ayudé a levantar el departamento, me quedé con algunos libros, y empecé a visitarlo ahora en ese lugar distinto, colectivo. Después de todo, me dije sonriendo entre dientes, tenía que ser coherente: ya lo había decidido (o vivido vicariamente) al ver Iris.
Es posible que el cerebro sea, parafraseando a Woody Allen, un músculo resistente, en todos los sentidos. El temor principal de eso que está ahí adentro –conciencia o sentido del yo– es justamente perder el sentido, la unidad de las cosas. A mi padre le ha ido pasando. No niego el valor entre paliativo y cobarde de la lejanía geográfica. Pero también me ayudó mucho el artículo de un libro.
2005: Cómo estar solo
El novelista estadounidense Jonathan Franzen no tuvo demasiada suerte en Argentina: terminaron en las mesas de saldos tanto su novela más famosa, Las correcciones, como un volumen de artículos y ensayos, Cómo estar solo, que me atrapó desde la primera página. Porque el primer artículo se llamaba “El cerebro de mi padre”. Es el relato minucioso, implacable, de un proceso de Alzheimer en Earl, el padre del autor. Comienza con olfato de narrador: “Esto es un recuerdo”, dice. Lo que recuerda es que su madre le envió en un “Día de San Valentín”, entre una tarjeta rosada, dos barras de chocolate y un corazón hueco y rojo, referentes a la fecha, “un ejemplar de un informe neuropatológico sobre la autopsia del cerebro de mi padre”.
Franzen sabe que la anécdota define en buena medida a su madre, sobre todo porque deduce que la incongruencia del paquete tiene que ver con el ahorro de una estampilla de treinta y dos centavos de dólar. Lo que sigue es el proceso mismo de la enfermedad.
En ese recorrido se mezclan las precisiones personales con los datos que fue recopilando. Por ejemplo, la doble condición del cerebro. Por una parte, dice, es “el objeto más complejo que conocemos (del) universo”. Por otra, “es también un pedazo de carne”. Lo dice mientras revisa el informe sobre el cerebro de su padre, que presenta “numerosas placas seniles, primordialmente del tipo difuso, con un número mínimo de nudos neurofibrilares” (aquellos de los que hablaba Oliver Sacks).
A esa altura el nombre de la enfermedad se había vuelto tan común como la palabra “sida”, y afectaba a millones crecientes, con un costo emocional y económico gigantesco. Durante un tiempo él, sus hermanos y su madre atribuyeron los síntomas a la depresión, a la medicación o incluso la “audición defectuosa” del padre. Recuerda las numerosas enfermedades de la madre y la salud perfecta de su padre “hasta que se jubiló”. Tenía pocas aficiones y placeres (“comer, ver a sus hijos y jugar al bridge”), pero contaba con “un interés narrativo por la vida. (...) Su aspiración para la vejez era seguir la evolución de las historias del país y de sus hijos todo el tiempo que le fuera posible”. De los recuerdos del comienzo de su declive sólo puede rescatar uno: cómo “se esforzaba en vano en calcular la propina en una cuenta de restaurante”.
La negativa a usar el término clínico preciso aplicado a su padre la recuerda “hoy, en que todos los meses dedico varios minutos de neura a pensar en las ínfulas de superioridad que yo tenía a los treinta años”. No quería hacerlo porque era una manera de proteger “la especifidad de Earl Franzen de la generalidad de un estado clasificable”.
En el costado útil del texto, cita un libro del especialista David Shenk, y los orígenes del descubrimiento de Alois Alzheimer, a principios del siglo XX. Después, el descubrimiento y sus probables consecuencias quedaron arrumbados durante unas seis décadas. Recién en los años setenta el alargamiento progresivo de la vida provocó la mirada y la preocupación colectiva. En esa época, según Shenk, “había tantas personas viviendo tantos años que la senilidad ya no parecía tan normal ni aceptable”.
La enfermedad tiene un doblez especial: alarga la vida. Como dice Franzen: “Cada vez muere menos gente fulminada por un ataque cardíaco o por infecciones, y cada vez más personas sobreviven a la demencia”. En el momento en que escribe hay, sólo en Estados Unidos, cinco millones de afectados, número que podría llegar a los quince millones en 2050. Tal como yo lo había percibido al hacer la nota sobre la percepción, “la ciencia médica sigue siendo nebulosa (un cerebro en funcionamiento no es mucho más accesible que el centro de la Tierra o el borde del universo)”. Menciona la inversión global enorme que hacen las empresas farmacéuticas en investigación, y su resultado impreciso. Cita los anuncios sobre medicamentos para el Alzheimer, sólo para recordar después que “hace veinte años, muchos investigadores del cáncer predecían una cura al cabo de veinte años”.
Como a todos, como a cualquiera, los abruma una mezcla de fascinación y cansancio crónico ante un ser querido enfermo de algo tan particular: “Si uno pierde la memoria a corto plazo no se acuerda, cuando se inclina para oler una rosa, que se ha estado inclinando toda la mañana para oler la misma rosa”. El momento más duro y a la vez más instructivo a futuro, para quien lee y comparte la situación, es cuando sintetiza el proceso entero: según el psiquiatra Barry Reisberg, “el declive de un paciente de Alzheimer reproduce a la inversa el desarrollo neurológico de un niño. Las capacidades más tempranas que desarrolla un niño –levantar la cabeza (entre el primero y el tercer mes), sonreír (entre el segundo y el cuarto), sentarse sin ayuda (entre los seis y los diez), son las últimas que pierde un enfermo de Alzheimer”.
La madre, en buena parte dependiente del marido en su vida anterior, descubre en la enfermedad “una oportunidad de cobrar gradualmente una autonomía que nunca le habían concedido: una ocasión de saldar cuentas muy antiguas”. (Aunque, en mi interés y en mi experiencia, he visto cómo la enfermedad neurológica de un marido también puede matar antes a su compañera, de apariencia más saludable.) Para el propio Franzen la ventaja inesperada se relaciona con su relativo narcisismo: siempre había “apreciado mi propia inteligencia –dice–, mi cordura y la conciencia de mi identidad, (y) descubrí que observar cómo mi padre perdía estas tres cosas me indujo a temer menos perderlas yo también. Me volví menos miedoso, en general. Se abrió una mala puerta, y supe que podía franquearla.”
En el proceso final de caída del padre, los hijos van y vienen desde lugares distantes, mientras se aproxima el momento de interrupción de las funciones vitales. La propia naturaleza de lo narrado impone esa mirada americana que parece confiar en la pura razón y el pragmatismo para alejar los matices y las complejidades del dolor, el recuerdo, los sentimientos. Franzen trata de mirar con objetividad una tarea en la que él mismo está participando.
Su artículo fue fundamental para construirme alguna defensa ante el proceso de deterioro de mi propio padre. Pero más aún influyeron, sobre todo al principio, tan difícil, un par de amigos.