Cuando uno recorre Puerto Príncipe durante la madrugada, la brisa espesa y una oscuridad sin grietas revelan el obituario final: el diablo también ha muerto en esta ciudad sin tiempo. Antes del sismo que mató a más de 250 mil personas, nadie pisaba la calle entre las ocho de la noche y las cinco de la mañana, pero desde aquel martes de enero en el que la tierra rugió, la hora del diablo, un producto ancestral de la cultura local, ya no es respetada en la capital más políglota del continente, y una marea humana deambula como en trance.
Todos caminan por calles de escombros y barro, por canales que ya no son canales, por pantanos urbanos rellenos con los restos de una tragedia de otro siglo. No hay un solo farol en las calles, y las ventanas sin vidrio que muestran luz en el interior de alguna casa son mínimas: lo que no sacó de servicio el terremoto lo anula el gobierno desde hace años para castigar la costumbre haitiana de no pagar la cuenta de energía. Los tímidos fogones que se observan en las márgenes de charcos inmundos dibujan escenografías de Mad Max.
Haití ya no tiembla, pero desde hace cuarenta días existe sólo para enfrentar la emergencia. Todo aquí vive y muere en los márgenes difusos del desastre.
Todo es peor. Cada recorrida por la ciudad destroza la idea de que nada puede ser peor. El campamento de desplazados ubicado cerca del puerto controlado por los marines estadounidenses es un cúmulo de tiendas apiladas, pero es un barrio cerrado comparado con las casillas de chapa de Cité Soleil, el vecindario más peligroso del país, donde los cerdos caminan entre los mangos expuestos bajo un sol lacerante a 25 gourdes (la moneda haitiana) negociables el kilo, lo que representa unos 60 centavos de dólar. Los morros del barrio bien de Petiónville parecen bombardeados, y en el down town los muñones de los pocos edificios que quedaron en pie parecen a punto de caer todo el tiempo. Siempre es posible encontrar una zona más arruinada, una pila de escombros más alta, un olor más denso.
Y sin embargo, en esa postal de espanto, las caras y la pose de los haitianos descolocan. Muchos hombres parecen zombies resignados. Pero otros quieren hablar, quieren contar su epopeya. “Habla conmigo”, dicen, ruegan casi; transitan buscando algo que los saque como sea de este presente inmóvil. “Argentino, Messi”, dice un teenager local en el medio del campamento ubicado junto a un mástil, que es el más alto de la ciudad y que no tiene bandera. El pibe de oro de la generación playstation es la nueva escarapela argentina entre las carpas del lugar.
Las mujeres, mientras tanto, pasean sus trenzas y una extraña coquetería pop. Ríen todo el tiempo para curar los dolores curables: los del cuerpo.
Las chicas hatianas han tenido que tomar las riendas luego del terremoto. Adolescentes de 40 kilos, preciosas y arregladas como si fueran al cine con ropa de donación, cargan bolsas de arroz que pesan 50. Avanzan de la mano, de a dos, por el puesto de distribución montado en el Estadio Nacional, uno de los puntos habilitados por la misión de la ONU (Minustah) para el reparto de la ayuda humanitaria, donde se entregan cada mañana, antes de que amanezca, 1.500 raciones de arroz decoradas con una enorme bandera norteamericana. El arroz constituía el 20 por ciento de la dieta haitiana antes del 12-E; ahora ya nadie sabe ni qué ni cuánto se come en esta tierra pobre. Ellas levantan como pueden los sacos pesados como una bolsa de cemento Portland, y son las únicas que pueden ingresar al lugar. Sus hombres esperan afuera porque la gente del World Food Program se espantó con la violencia de los primeros intentos con ellos haciendo fila a los machetazos.
Las haitianas, una vez más, ponen el cuello en la desgracia. Son ellas las que cargan las bolsas, las que llevan enormes baldes de lo que sea haciendo equilibrio sobre sus cabezas. Y, según las Naciones Unidas, son también las víctimas de los casos de violaciones que comenzaron a brotar en las afueras de la ciudad y en los campamentos de desplazados, y que todos relacionan con los delincuentes que escaparon de la Penitenciaría Nacional luego del terremoto. “Una causa por violación se soluciona con una fianza de 5 mil dólares, pero por un robo pueden quemarte vivo”, compara un bombero voluntario que lleva siete meses en el país.
Geologías. A medida que avanza en su numeración, el Boulevard 15 de Octubre, que conduce al barrio residencial de Valleé de Bourdon, permite verificar que, como tantas ciudades superpobladas de América latina, Puerto Príncipe acomoda su geología de acuerdo a la escala social: arriba están los que más tienen, más abajo los que tienen apenas algo, y al final del valle, en los márgenes de un río en el que flotan gallinas muertas, ropas viejas y camalotes de basura, los que nunca tuvieron nada.
A todos ellos, sin embargo la tragedia los golpeó por igual. Las máquinas excavadoras y las topadoras retiran cada día toneladas de escombros de casonas imponentes, de iglesias o de las chabolas más inestables. La diferencia es que los habitantes de los barrios pobres perdieron todo y ahora viven en los campamentos, mientras que muchos habitantes de las zonas caras se fueron a Miami hasta que escampe.
La gran magnitud del sismo, a más de un mes del primer temblor, abrió un debate entre el gobierno, las ONG y las Naciones Unidas respecto de cómo encarar la asistencia y comenzar a pensar en la reconstrucción.
En Haití trabajan más de 10 mil organizaciones, que nuclean desde bomberos hasta médicos o asistentes sociales. Intervienen por su cuenta o bajo el paraguas de la ONU, y en su gran mayoría están integradas por extranjeros. Su articulación con la sociedad es bastante unidireccional: unos dan, otros reciben.
El Estado, por su parte, está articulando con las Naciones Unidas un programa que para muchos es una innovación: empleo a cambio de dinero. Las cuadrillas de ciudadanos que barren las calles con escobas o con hojas de palmeras forman parte del plan. El objetivo prioritario es liberar los 14 canales que atraviesan la ciudad, una especie de sistema nervioso que reemplaza al inexistente sistema de desagües. Todo lo que cae del cielo o baja de los morros va a parar por gravedad al mar. Pero tal como explica el hombre fuerte de la ONU aquí, Edmund Mulet, “si no limpiamos rápido los canales la ciudad va a ser un gran inodoro cuando comiencen las lluvias”. Mulet se refiere a la temporada fuerte de lluvias, porque desde hace una semana día por medio cae un aguacero bíblico que remueve restos de una sopa putrefacta y levanta nubes de mosquitos que amenazan con extender la malaria: se han registrado más de cien casos en los últimos dos días y la palabra epidemia ya suena en el aire.
Tristeza de carnaval. El sismo apagó los festejos del carnaval. El gobierno decidió suspender la celebración que hipnotiza cada año a los haitianos y decretó jornadas de rezo. En la plaza ubicada frente al Palacio Presidencial derrumbado, el pueblo salió a gritar su catarsis moviendo los brazos hacia el palacio. Querían exorcizar el edificio en ruinas. Pedían en el inentendible creole local para que Dios limpiara el Palacio de Justicia.
El pueblo salió a gritar sus exorcismos para que todos oyeran. Y para que todos vean, las mujeres siguen lavando ropa en los bordes del camino, al pie de los escombros. La ropa cuelga impecable en medio de la destrucción y brilla como nueva. La tradición impuso a las damas de este pueblo la herencia de los secretos de la blancura: las chicas aprenden el arte bajo la vigilancia de las abuelas. Las ancianas arrojan cenizas de carbón en la ropa húmeda tendida al sol, y si la prenda está bien lavada el polvo negro debe rebotar contra la tela. Si no, hay que seguir frotando.
Puerto Príncipe ha cambiado sus miedos. Ya no le teme al diablo sino al suelo y a la lluvia. La gente camina a toda hora, ríe con dientes blancos su esperanza y su resignación, en las calles humeantes del centro, en las remociones de escombros de los barrios altos, entre los edificios inclinados que nadie se animó a saquear por temor al derrumbe, postales que pintan una ciudad semidestruida que por momentos parece bajo plena ocupación militar. La ONU acaba de pedir 500 mil millones de dólares para reconstruir el país pero los hombres que viajan apilados en los tap tap, el transporte urbano tradicional, no parecen enterados.
El mundo pasa mucho más cerca en la rutina de la supervivencia y la diferencia entre tener o no tener algo pasa por la comida o un nailon de tres metros por cuatro. Las cifras hablan de quinientas mil personas que abandonaron la ciudad hacia el interior profundo luego del sismo. Pero casi todos están volviendo: nadie puede salir por completo de Puerto Príncipe.
*Desde Puerto Príncipe.