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SERGIO PALMA, LA DIGNIDAD Y SU IDEA DE UN NUEVO SINDICATO DE BOXEADORES

En pelea

Nunca fui otra cosa que periodista. Terminé el secundario, fui a la redacción de Siete Días pensando en que iban a mandarme a hacer café y a la semana estaba desayunando con Borges, pidiéndole una composición tema “La Vaca” escrita en el primario, esas notas bizarras que se pensaban en los años 70. Jamás fui un ex, salvo de algunas señoras y varios medios. No me fui ni por un rato de este extraño oficio (ustedes disculpen, pero no veo al periodismo como una profesión; lo creo, sí, una fina artesanía que depende del talento por sobre cualquier técnica).

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“Es muy duro ser negro en este país. Y lo digo yo, que fui negro, cuando era pobre”

Larry Holmes (1949), campeón de los pesados desde 1978 a 1983.

Nunca fui otra cosa que periodista. Terminé el secundario, fui a la redacción de Siete Días pensando en que iban a mandarme a hacer café y a la semana estaba desayunando con Borges, pidiéndole una composición tema “La Vaca” escrita en el primario, esas notas bizarras que se pensaban en los años 70. Jamás fui un ex, salvo de algunas señoras y varios medios. No me fui ni por un rato de este extraño oficio (ustedes disculpen, pero no veo al periodismo como una profesión; lo creo, sí, una fina artesanía que depende del talento por sobre cualquier técnica). Un deportista sí está condenado a ser un ex. ¿O no?
—No. ¿Por qué? Yo no soy ningún ex. Soy un boxeador que ya está viejo para pelear. Lo que uno es, es.
El presocrático Parménides decía esas cosas en Elea, hace unos 2.500 años, pero Sergio Palma lo dice aquí y ahora, cada vez que nos vemos en cualquier bar de Buenos Aires. La misma ciudad que alguna vez lo levantó en andas y lo paseó en autobomba, con su cinturón dorado y una corona de laureles. ¿Se puede ser algo más que “campeón del mundo”?
—Uf. Eso fue el final perfecto para una película. ¡Ping! La flecha dio justo en el blanco y a los 24 años llegué a lo máximo. El problema fue que la película y la flecha siguieron. ¿Y entonces? ¿Qué hace uno? ¿Recuerda lo mismo hasta que se muere? ¿Se congela?
La angustia del éxito es un privilegio para pocos, le digo, para que se ría. Lo conocí hace casi 30 años. Esa noche había retenido su título argentino y terminamos tocando la guitarra, toda la noche. Durante años cumplimos un pacto desigual: yo le enseñaba a escribir, él me enseñaba a boxear. Sólo que mi umbral de resistencia física resultó muy inferior a su voracidad intelectual. Nunca soporté los tres minutos de un round. Quien jamás se enfrentó a un igual sobre el ring, a esa implacable ecuación “error = dolor”, lo ignora todo sobre el boxeo. De lo mucho que hay que tener para atreverse a practicarlo: en la mente, en el alma y entre las piernas. Soy un boxeador frustrado. Los admiro. Son mis ubermensch.
¿Cómo no admirar a Palma, que además, escribió su primera columna en Magazine Deportivo –una revista que hicimos en 1991 con Edgardo Martolio (hoy CEO de Perfil Brasil)– sin que le tocaran ni una coma? Siempre detesté la erudición; sólo me rindo ante la inteligencia y eso le sobra a mi amigo boxeador, nacido en un rancho con piso de tierra en el Chaco; criado en las calles del Once donde trabajaba como cadete, y en el gimnasio del Luna. No era Villa Ocampo eso, amigos.
En los años 80 fue “el boxeador culto”. Tenía cara de bueno, hablaba de Dios, leía... Esa imagen le jugó en contra a la hora del reconocimiento profesional. Fue un boxeador enorme, mal valorado. Porque ese fighter feroz que retenía su título a palo y palo, venía de una formación boxística clásica, estética; de jab, distancia y juego de piernas; todo bien enseñado por el viejo Zacarías, su maestro. Doble mérito.
Un día, con la excusa de hacer una nota para Gente, estuve en su rincón, contra el tailandés Vichit Muangroi-et. Llevé el balde, enjuagué la esponja y al final subí al ring para quitarle los guantes. Mientras el Luna Park entero lo ovacionaba y la multitud coreaba su nombre, pensé: “¿Como se hace para pasar por esto sin volverse loco, sin creerse Dios?”. Se lo pregunté en el vestuario. Exhausto, después de los 15 rounds, me lo dijo:
—Aplauden lo único que sé hacer, Hugo, y por ahora soy un negrito que no aprendió nada más que esto. ¿Cómo hago para sentirme Dios? 
En Barranquilla, durante su entrenamiento para pelear por el título, alguien de la delegación le tiró a la basura El extranjero, de Camus, un libro que le había regalado. “¡Vos pensá en Cardona, no te desconcentrés con pelotudeces!”, lo retaron. Perdió. Ambos insistimos. En Spokane, Estados Unidos, finalmente le ganó el campeonato a Leo Randolph por nocaut en el quinto, con paliza... y otro libro de Camus en el bolso. 
Argentina perdió la guerra de Malvinas y Palma su cinturón, casi al mismo tiempo. El retiro llegó por culpa de viejas lesiones. Tiempos de periodismo, tele, divorcios, dinero perdido y la rutina de los gimnasios, hasta la tarde de la maldita maniobra, hace tres años y medio. El choque del auto contra el guard rail del Puente Pueyrredón que divide la bajada hacia Mitre y la curva hacia Pavón fue brutal, de frente. Quedó parapléjico.
Desde entonces camina ayudado con un bastón. Habla claramente pero con esfuerzo. Protesta, dice que se pasó dos años “de vago” y que recién ahora se siente como para pelearle a la enfermedad. Promete trabajar su cuerpo como cuando era una máquina perfecta. Tiene planes.
—Quiero organizar un nuevo sindicato de boxeadores. Para que dejen de usarnos y tirarnos como basura, ¿te parece buena idea?
Sí, me parece. Porque un guerrero jamás detiene su marcha, escribió Castaneda, canta Spinetta y digo yo, ahora. Sergio Palma tiene a un amigo y a un rival en ese bastón que lo sostiene y sé que también ganará esa pelea cuando por fin camine sin su apoyo. El hombre está activo. Apuesten por él. Porque sabe jugársela como un grande; y porque su gente, los maltratados boxeadores, lo necesitan como bandera.
Hablo de un honesto, señores, de un valiente; de un virtuoso que anda por la vida impulsado por una sabiduría que no le pertenece, como diría Abelardo Castillo. Uno de esos tipos raros, tan duros y entrañables, que emocionan siempre, hagan lo que hagan.