Mi corazón dentro de mí dio un vuelco, y todo yo al mismo tiempo un respingo, la otra tarde, pasando por la esquina de Cabildo y Roosevelt, al toparme con un inmenso cartel que proclama: “La revolución llegó al barrio de Belgrano”. ¡La revolución!, me dije. ¡Y en Belgrano! Yo no estaba ni siquiera enterado, y eso que manejo razonablemente la zona (viví hace un tiempo apenas a dos cuadras de ahí).
Previsiblemente, la palabra revolución se empleaba en este caso en un sentido equívoco, impropio, baladí; no se trataba en verdad de otra cosa que del ardid promocional de un comercio de repostería. Nada, en fin, que no se sepa: los conceptos fundamentales que a lo largo de la historia sostuvieron los proyectos de transformación social más viscerales han ido a parar, previo vaciamiento, previa neutralización, a ciertos eslóganes de trivialidad consumada, si es que no a los pronunciamientos de sectores políticos de ideología exactamente opuesta a cualquier proyecto de transformación social. Están también los que, habiendo adherido a esta clase de ideas en una etapa juvenil admitidamente superflua, pretenden, no se sabe por qué, que la juventud de los demás tiene que haber sido tan superflua como la suya y merece, como la suya, ser dejada meramente atrás.
Se agrega a todo esto una inclinación recurrente a mezclar, por desatención o por desconocimiento, por mala fe o por pura afición al menjunje, nociones ciertamente distintas: reforma con revolución, revolución con revuelta, revuelta con rebeldía. Habrá quienes consideren necesario establecer algunas distinciones (y eventualmente una gradación o una articulación posible) entre todos esos conceptos. Me parece que en ese caso podría interesarles Revolución, el ensayo de Enzo Traverso (y por qué no otras lecturas que ahí resuenan o de ahí se desprenden, como por ejemplo Reforma o revolución de Rosa Luxemburgo, El porvenir de la revuelta de Julia Kristeva o ¿La rebeldía se volvió de derecha? de Pablo Stefanoni).
Traverso inscribe la revolución en su fuerte tradición, en el pasado, no menos que en su notoria puesta en crisis, en el presente, para pensarla en su vigencia y en su potencia de futuro. Un futuro que, sin ese horizonte, se clausura y se ensombrece en un triste más de lo mismo.
Pero habrá también quienes prefieran mantener en cambio el enredo y la confusión de términos; en ese caso supongo que lo mejor será que prescindan de estas lecturas. Por lo demás, lleva mucho menos tiempo y requiere mucho menos esfuerzo.
