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Encadenados

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Es la otra cadena. Es la cadena de facto. Es la que no se anuncia ni se proclama de manera protocolar. En determinado momento, las señales “de noticias” del Gobierno cortan su programación habitual y se conectan con la Casa Rosada. Desde allí, ineluctablemente, llegan la palabra y la imagen de Cristina Kirchner. Esta semana fueron tres cadenas de facto (lunes, martes y jueves).

El dispositivo está lubricado y no falla. Con eje en el gubernamental Canal 7 (al que candorosamente medios no oficiales siguen llamando “televisión pública”, como si fuera una descripción neutra), cuatro de las cinco señales del género informativo se enchufan a la transmisión oficial. Esas señales, que de hecho maneja el Gobierno, no hacen el más mínimo esfuerzo por maquillar su condición. No van con equipos y cámaras propios. La emisión es unidireccional y central: sale de la Casa Rosada y los supuestamente privados CN23, América 24, Crónica, C5N y Canal 26 sólo se limitan a interrumpir su transmisión para permanecer encadenados a la Casa Rosada hasta que las verborreas presidenciales terminan.

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En esas cadenas de facto, Cristina da la sensación de estar convencida de lo que hace y dice. Cree que le sirve, o le conviene. Son largos monólogos plagados de comentarios casuales que se ramifican sin pausa. Las cámaras de la Casa Rosada muestran siempre una platea masculina embelesada, sonriente y lista para aplaudir con entusiasmo.

A menudo, en estas videoconferencias a las que se hizo adicta, Cristina es acogida por barras juveniles que le juran ser sus pibes “para la liberación”. Los rostros de Amado Boudou y Carlos Kunkel descuellan entre los aplaudidores más fascinados. Ella permanece siempre enlutada sin visos de salir del color negro. Es el color al que ha adherido desde la muerte de su marido, el 27 de octubre de 2010. Es un luto llamativo y de una longevidad récord: ya lleva treinta meses vestida de negro, una viudez también llamativa.

Las caras de sus plateístas son especialmente reveladoras. El éxtasis de esos rostros se vincula con el deseo de ser vistos, de aprobar, de agradar, de ser considerados. A veces se detectan caras somnolientas o inconfundiblemente hastiadas, pero Boudou y Kunkel no fallan. El vicepresidente parece instalado en un nirvana de éxtasis cuando ella habla, gesticula, se pone y se saca los anteojos, manipula los micrófonos y hace alusiones directas a sus contertulios. Kunkel, uno de los diputados de la JP a los que Perón les pidió en enero de 1974 que se sacaran la camiseta peronista si no obedecían a él, se esmera por comunicar triunfalismo recargado en sus gestos.

Las cadenas de facto ratifican el carácter arraigadamente vertical de estas ceremonias. Esto es lo importante: los seguidores de Cristina se retratan como “soldados” de ella. Casi todos lo proclaman sobreactuadamente, como esta semana Gabriel Mariotto, quien confesó que hará siempre lo que ella mande, donde sea, cuando sea y como sea. A casi treinta años de democracia, el grupo gobernante exhibe un nivel tan rastrero de obsecuencia que impresiona.

En estas cadenas de facto, Cristina ejerce con pasión su cada vez más firme tendencia al castigo disciplinador. ¿Qué necesidad tenía de decirle en la cara a Daniel Scioli que le pregunte a su mujer Karina Rabolini quién es el joyero Bulgari? Simple: como Scioli recibe castigo en silencio y sin replicar, era una oportunidad para humillarlo en sociedad, una forma presidencial del bullying político.

Las cadenas de facto de la Casa Rosada también le permiten a Cristina ejercitarse en otra de sus pasiones: el sarcasmo exasperado, mecanismo que aplica por igual a periodistas, jueces, opositores y empresarios. Ese sarcasmo presidencial es un chasquido frío y doloroso; ella desenvaina y comenta lo que le molesta, con desdenes que revelan una ira profunda. Lo que tiene con la prensa es una cuita infinita, que no cicatriza ni amengua.

Tal como lo hizo en su época Néstor, Cristina no trepida en zamarrear a reporteros y cronistas que se le aproximan y a quienes despedaza desde su sitial inalcanzable de “presidenta de los cuarenta millones de argentinos y argentinas”, como grita desaforadamente su locutora de cabecera.

Hablar de Cristina Kirchner y sus prácticas presidenciales no es tarea menor. Tampoco son preocupaciones subalternas. La Argentina tiene al frente un régimen que ha ido dejando de ser mero gobierno convencional para mutar en máquina de poder.

Como la astucia presidencial no debe ser subestimada, la pregunta no es baladí: ¿por qué funciona así? ¿Por qué hace lo que hace? Algo debe ser dicho, por de pronto: la relación de Cristina con el narcisismo es importante. Cuando descerraja sus cadenas televisivas, siempre tiene al frente grandes monitores, ante los que se contempla a sí misma, probablemente fascinada con el fenomenal poder del que se vale desprejuiciadamente. Hay, además, otro elemento importante: ella y el grupo gobernante creen fuertemente en el carácter “pedagógico” de la línea que bajan desde las alturas. Setentismo puro, no dudan de que una sociedad alienada y colonizada por los grupos hegemónicos debe ser pacientemente reformateada. De modo que, si no gusta la sopa, ¡más sopa! Tres cadenas de facto en una semana, además de la asombrosamente necia decisión de exhibirse junto al nada maravilloso boxeador Sergio Martínez, revelan un mareo importante. Nada para alegrarse; un régimen mareado en las alturas no es el mejor piloto cuando se va encapotando el cielo ante las primeras turbulencias.

 

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