Una obra de vanguardia rompe el molde, exhibe su singularidad. Un producto de género, en cambio, precisa del empleo del mayor esfuerzo para producir sus efectos porque se presenta como otro eslabón de una larga cadena cuyas relaciones uno puede sopesar y comparar.
Así, por ejemplo, en la adolescencia, en una retrospectiva de Kurosawa, quedé fascinado por Los siete samurais, filmada en 1956. Años más tarde, sin saber cuál era el antecedente y cuál el consecuente, vi Los siete magníficos, de John Sturges. De las dos películas recuerdo el argumento común (un pueblo de labradores contrata a unos guerreros –o pistoleros– para que exterminen a unos criminales que les roban el fruto de sus cosechas). En el conjetural cotejo que podía procurar mi desmemoria, el original japonés parecía mucho mejor, pero su versión americana tenía un momento extraordinario que tal vez fuera un añadido. Un pistolero alcohólico (Robert Vaughn), está en el bar del pueblo considerando melancólicamente la posibilidad de huir antes de que la banda de forajidos ataque a los agricultores mexicanos que son sus contratantes. Dice que él ya no es el que era, que el pulso le tiembla y no podrá acertar con los disparos. Para probarlo, lanza su mano sobre la mesa sucia y llena de moscas, cierra el puño y luego lo abre. Ha capturado tres moscas. Su interlocutor, maravillado, elogia su velocidad, le dice que nunca vio algo así. Vaughn contesta: “Antes podía atrapar siete”.
Por supuesto, me desvié de lo que quería contar.