Preocupado, como medio mundo, por la elección de Donald Trump, el historiador Enrique Krauze estima que “las causas generales (económicas, sociales, demográficas, étnicas, etc.) que se han aducido no son, a mi juicio, las decisivas” (El País, 23/11/16).
Krauze describe las propuestas de Trump y el retroceso civilizatorio que implican, pero lo presenta como una suerte de explosión mística. “Sesenta millones de estadounidenses querían tomarse una selfie colectiva con Trump, en actos de histeria reminiscentes a los de todos, todos los dictadores de la historia que llegaron al poder por la vía de su carisma, expresado sobre todo a través de la palabra”. O sea, la pura causa serían el carisma y la palabra de un individuo. Algo así como un Dios terreno, causa de sí mismo, que ejerce un inexplicable magnetismo sobre millones. El populismo, en fin, que es “la demagogia en el poder, y la demagogia es la tumba de la democracia”.
Mario Vargas Llosa hace la misma descripción del auge de los populismos, en particular de los latinoamericanos y europeos. Respecto de la victoria de Trump, se muestra explícitamente perplejo: “No es raro que se digan tonterías en una campaña electoral, pero sí que crean en ellas gentes que se suponen educadas e informadas, con una sólida tradición democrática, y que recompensen al inculto billonario que las profiere llevándolo a la presidencia del país más poderoso del planeta” (El País, 20/11/16).
Vargas Llosa no relativiza las causas económicas y sociales del fenómeno, pero las inscribe en una fase capitalista, la globalización, que el Occidente liberal y democrático, en decadencia, no atina a superar apelando a su mejor tradición. “El Brexit y Trump –y la Francia del Front National– significan que el Occidente de la Revolución Industrial, de los grandes descubrimientos científicos, de los derechos humanos, de la libertad de prensa, de la sociedad abierta, de las elecciones libres, que en el pasado fue el pionero en el mundo, ahora se va rezagando (…) por su propia complacencia y cobardía; por el temor que siente al descubrir que las prerrogativas que antes creía exclusivamente suyas, un privilegio hereditario, ahora están al alcance de cualquier país, por pequeño que sea, que sepa aprovechar las extraordinarias oportunidades que la globalización y las hazañas tecnológicas han puesto al alcance de todas las naciones”.
Ocurre que mientras en los grandes países los sectores “educados e informados” son sobre todo clases medias y trabajadores en descenso, en “los pequeños” se agregan masas de expulsados del sistema, o que jamás lo han integrado. La globalización es un progreso indudable, pero ya resulta evidente que el capitalismo enfrenta una contradicción, insoluble en su propia lógica, entre el exceso de oferta y la caída de demanda; “entre el desarrollo de sus fuerzas productivas y sus relaciones de producción”; Marx dixit. O sea, entre el punto de desarrollo en que se encuentran la producción y el intercambio capitalistas y la forma en que se distribuyen el trabajo y los beneficios . En los países desarrollados, algo así como el 30% de los jóvenes no encuentran empleo. China sigue creciendo, pero al precio de la disminución del 15% de su mano de obra industrial. El capitalismo ya no es inclusivo.
El pensamiento liberal enfrenta pues el dilema de conciliar el desarrollo civilizatorio que representa, con el irremisible retroceso democrático que promueve el sistema de producción y reparto que defiende. Hubo un tiempo en que se creyó que la socialdemocracia haría esa síntesis superadora y la pondría en ejecución, pero la socialdemocracia en el poder se aplica ahora a la economía liberal.
Y allí están Trump y los demás. En perspectiva, un auge de conflictos, del terrorismo mundial y, quién sabe, de guerras químicas, bacteriológicas, atómicas. Ya hay algo de eso.
*Periodista y escritor. Autor, junto a Mario Bunge, de ¿Tiene porvenir el socialismo? (Eudeba, 2015).