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Encuentro fortuito

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La muchacha romana se presenta ante el mostrador de la aerolínea de bajo costo vestida con unos minishorts diminutos de jean, un top negro, un cinturón casi tan ancho como las dos escuetas piezas de vestuario ya inventariadas y unos zapatos color rosa viejo y un taco aguja de por lo menos quince centímetros.

El camarero de la Spaghetteria L’Archetto desliza sus glúteos y sus muslos estatuarios entre las mesas apretadas sin que se le mueva una sola de las infinitesimales ondas de su pelo que (como en ciertos dibujos animados japoneses) han sido dibujadas una por una y luego inmovilizadas con fijador a prueba de tormentos laborales.

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El taxista dominical que rodea la piazza a toda carrera propone al cliente desprevenido un pacto económico que es aceptado no por su ventaja para las dos partes (evidente, en retrospectiva) sino por la fuerza que emana de su cuerpo filigranado con tatuajes cuyo desciframiento entretetiene a los pasajeros hasta el aeropuerto: a lo largo del brazo que descansa en el asiento vacío del acompañante (el motorista maneja con una sola mano) se lee, en rojo tenue y con una caligrafía con muchos arabescos, desde el bíceps hasta más allá del codo: Minerva.

Hay, en efecto, una cierta sabiduría en la exhibición enfática de la belleza que fue, es y será, la propiedad exclusiva de l@s italian@s, en general, y l@s roman@s, en particular (todo lo demás, es copia imperfecta, anhelo, impostura californiana). Si est@s jóvenes no fueran tan conscientes de su arrolladora superioridad física respecto del común de los mortales (gracias ya no a centurias sino a milenios de buena alimentación y un meditado aprendizaje de las perfecciones de la luz del cielo) estarían en peligro todo el tiempo: secuestros, encierros, violaciones, ventas en agobiantes sesiones de puja entre millonarios árabes y líderes de mafias orientales o, mucho más verosímilmente, la risita que, de tanto en tanto, deja oír ese diocesillo imprevisible e impenitente llamado Amor.

Así expuesta, en cambio, la belleza queda, por fin, neutralizada: si hubiera un titubeo, una leve sombra de duda o inconciencia, ay, cuántas víctimas habría que llorar entre tirios y troyanos. Trepadas a esos tacones que ni los más inverosimílies programas de televisión de la siesta argentina tolerarían, escondidas bajo esos esponjosos peinados que han soñado los más barrocos estilistas de los teatros líricos de Parma, las bellas pueden, en cambio, seguir su camino sin pena ni gloria (sin arte y sin poesía).

Suele escucharse que hay algo un poco grasa en la belleza (que tiende sin remedio al escaparate de las grandes marcas ropas del norte o las verdulerías del sur, que son lo mismo), pero eso tal vez sea el consuelo de los excluidos de ese círculo de incandescencia. Hay algo grave en una belleza que se reduplica a sí misma y se exhibe como mecanismo de supervivencia: es como si Pinocchio, esa deidad única de la única religión monoteísta vigente, hubiera descubierto en sí, después de todo, el deseo de volver a ser un autómata (mecánico, indestructible).