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Ensor el revolucionario I

1-11-2020-Logo Perfil
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A comienzos del siglo XX, así como un rabino de Judea creyó ser o se supo hijo de Dios e idéntico en su potestad, un pintor creyó ser o se supo Cristo redivivo. Con la diferencia de que, siendo tal vez ambos el mismo, uno se identifica con una figura que es objeto de rezos y homenajes y modelo de múltiples retratos y pretexto de una milenaria institución, y el otro presenta el signo de lo nuevo y abre a una vasta tradición, la del arte del futuro.

James Ensor nació en 1860 en el balneario belga de Ostende, que nada tiene que envidiarle al nuestro, mal que nos pese. Hijo de padre inglés y madre flamenca, fue célibe y sedentario. Vivió las emociones del mar contemplando el revoloteo de las gaviotas y conoció la vida del puerto  por relatos acerca de la lengua soez de marineros y prostitutas y de los efectos disolventes y enervantes del opio. En realidad prefería pasarse las horas al calor de la lumbre de su hogar y a lo sumo se aventuraba a la tienda de curiosidades familiar, donde se vendían los souvenires kitsch que resultaban el colmo de la elegancia para la clientela local. La imaginación expandida de un niño dura pocos años viva, después se congela y se vuelve el resto muerto que los adultos consumen en su plato.  James Ensor vivía a pleno sus mundos imaginarios rodeado de esas caracolas, esas máscaras venecianas, esas chinoserías y japoneserías.  Y se habría vuelto el mismo otra excrecencia de cambalache si en su ingreso al Colegio de Ostende no se hubiera encontrado con dos oscuros pintores locales que lo iniciaron en los secretos de la pintura y lo convencieron luego de que entrara en la Academia de Bruselas. Dios aprieta pero no ahorca, está bien, pero siempre hay que ver la clase de soga que te puso al cuello.

Egresado de la Academia, en 1880 vuelve a lo de papi y mami. Pero ya un caracol no es un caracol, con su forma y su volumen, sino una combinación de líneas y colores que hay que trasladar al plano de la tela. ¿Qué decir? Participa en las primeras muestras colectivas y se encuentra con los primeros fracasos y con una verdad: que su mansedumbre y domesticidad son la frágil barrera que lo protege de la exhibición de su megalomanía y de su ira, grandes estímulos para pintar. Nada más estimulante que encontrar un enemigo, y el suyo es la burguesía belga, esos fariseos con plata que no compran sus cuadros. 

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(Continuará).