Dada la complejidad de las razones en danza y la ignorancia sistemática que prevalece en torno de las cuestiones que él abordó, sintetizar en poco espacio la significación de Claude Lévi-Strauss para la antropología, las ciencias humanas y el pensamiento en general no es tarea fácil. Menos todavía cuando lo esencial de su obra se clausuró cuatro décadas atrás y lo que imperó más tarde en su campo de acción (hermenéutica, posmodernismo, estudios culturales) nada tuvo que ver con sus búsquedas.
Lévi-Strauss no fue, lo admito, un autor seminal, excepto en lo que atañe a su impacto colateral en el movimiento lacaniano o a su influencia efímera en ciertas semiologías luego estragadas por sus pretensiones de Teoría General. Tampoco pudo penetrar de lleno en los Estados Unidos, donde autores que lo leyeron a desgano comandaron desde los setenta el giro interpretativo; en éste se consumó el proyecto, intensamente contrario a sus ideas, no ya de aproximar la antropología a las humanidades, sino de llevarla lejos de la ciencia. Mucho antes que Lévi-Strauss terminara de escribir sus ensayos medulares reconoció que su estructuralismo estaba acabado. Lo estaba, por cierto. Pero esto no responde a la pregunta sobre cuál es su valor y su consistencia instrumental una vez que las modas pasan, los ánimos se serenan y hay que ponerse a trabajar en términos de ciencia.
Es en su calidad o en su cualidad científica que creo yo que finca, para mal o para bien, la tensión inherente a la obra de Lévi-Strauss. El acertó al escoger a la lingüística como la ciencia piloto entre las disciplinas humanas; pero sin duda erró al apostar a un esquema de oposiciones binarias que desde el vamos se percibió muy pobre (el de la escuela de Praga) en vez de adoptar las gramáticas recursivas que hoy se despliegan en arquitectura, diseño urbano o composición musical algorítmica.
El estuvo también en lo correcto al traer a la disciplina la idea de modelo como el objeto sobre el cual se ha de actuar antes que sobre la realidad en crudo; pero no fue capaz de elaborar la forma de su operación, encerrándose en un método privado cuyas heurísticas concretas terminaron siendo indecidibles o caprichosas. El fue en extremo lúcido al proclamar que las ciencias humanas podrían construirse a semejanza de las ciencias duras; pero se equivocó, y mucho, cuando adoptó las mismas formas de expresión pontificantes y proclives a la intelectualización, el mismo modo personalizado de producción teórica del cual recién ahora se está entreviendo el agotamiento.
Si de extenuación se trata, acaso perdure más el influjo de Lévi-Strauss en el mundo latino que en el anglosajón, pese a que sus traductores al castellano traicionaron una y otra vez su escritura, erudita y bellísima, confundiendo la mente con el espíritu y los pueblos con la gente, o aludiendo no a los spartoï, sino a los espartanos, de golpe envueltos en una tragedia tebana, la saga de Edipo, quinientos años antes que llegaran a existir.
Como quiera que sea, comparado con el interpretativismo parvulario que después se quiso imponer desde Norteamérica, Lévi-Strauss luce como un titán. Aunque los juicios contrafácticos se sepan impropios, me atrevo a decir que estuvo a punto de alcanzar lo que buscaba y que falló por muy poco.
Sus tácticas (con el traspaso forzado del modelo fonológico de un objeto a otro, o con un análisis de mitos más ingenioso que creíble) no estuvieron a la altura de sus estrategias.
Pero éstas, comenzando con sus axiomas sobre la cientificidad última y la aspiración sin componendas al rigor en el quehacer antropológico, conservarán un valor sustancial por tanto tiempo como él ha vivido, si es que no por más. Igual que será el caso (profetizo) con un Gregory Bateson, pero con una fuerza incomparablemente más tempestuosa, encontraremos la urgencia de retornar a las ideas polémicas de Lévi-Strauss, ese viejo lobo tan mal comprendido por todos nosotros, cada vez que esté en juego una decisión científica fundamental.
*Profesor de Antropología, Lingüística & Semiótica. Universidad de Buenos Aires.
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