Supongamos que no fue censura. El Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (Incaa) decidió –a dos días de su estreno, ya programado y acordado– sacar de la programación del cine Gaumont la película Escuela bomba, dolor y lucha en Moreno, un documental realizado a pulmón en el marco del Departamento de Educación de la Universidad Nacional de Luján (UNLU). Se filmó codo a codo con los acontecimientos que se iban generando luego de la mañana del 2 de agosto en que explotó la escuela Nº 49 Nicolás Avellaneda, una tragedia que en la ciudad de Moreno se cobró la vida de la vicedirectora, Sandra Calamano, y el auxiliar docente Rubén Rodríguez.
No podremos verla en salas. Esto es un gesto. Yo tampoco podré verla antes de escribir esta columna. Pero hay más de una particularidad que nos obliga a reflexionar sobre este hecho. La película fue –en principio– un deseo del equipo de Educación de la UNLU; muchos de sus alumnos provienen de Moreno y consideraron que documentar el barrio, su escuela y su gente era una buena manera de enseñar, es decir, mostrar señales. En el barrio se encontraron con una realidad en ebullición: todos querían participar, todos querían ser actores, todos editores, todos productores. Todos menos el Incaa, aparentemente.
Hablemos de cine: es claro que la inclusión masiva de un pueblo movido por un objetivo urgente y necesario no es garantía inmediata de calidad audiovisual. Pero entonces, ¿por qué elementos se juzga la calidad de un documental? ¿Por la belleza de sus puestas de sol, por las gotas de rocío en las cosas, por los acordes musicales emotivos superpuestos al drama? El tráiler de Escuela bomba promete bullicio, bombo y Canal 9 a todo volumen. El corte final de la película, de la que hubo muchas versiones, se hizo en asamblea entre todos los interesados. Qué sacar, qué dejar, qué enfatizar, qué pegar con qué son decisiones que normalmente toma un director (en el cine de arte), un productor (en el comercial) o un focus group (en el planeta Tierra). ¿Qué ocurre cuando ese focus group es el propio material del que está hecho el film?
El Incaa aduce que la película fue retirada (luego de confirmada tal vez por un error burocrático) porque la entidad no participó de su producción y prefirieron destinar el Gaumont a otras películas igualmente postergadas.
Esto puede ser cierto, si bien otras producciones de Documentalistas Argentinos (DOCA) sí lograron exhibirse en el circuito Incaa, pero no quita del tablero una pregunta inquietante: ¿por qué no es el Incaa el organismo que pueda producir también ese cine directo, tal vez rústico, punk o arte povera (si es que caben estas categorías) que late en el corazón de cualquier instinto documental? ¿Es porque va del dolor y el balbuceo a la organización social? ¿Es por la reunión, por el acampe? ¿Por qué fueron precisamente los documentales los materiales celuloides más castigados por la era macrista?
El Gaumont está saturado de cine en absoluta situación de orfandad. Para colmo de males, el mítico cine BAMA cerró esta semana, otro emprendimiento heroico dedicado al cine independiente de todo el mundo que ya no nos llegará porque no lo merecemos. No habiendo una política de custodio de lo que estipula la Ley de Cine (las cuotas de pantalla argentina –declaradas en ley– no son respetadas por los grandes vendedores de comida chatarra y pochoclo), la desinversión en el sector es absoluta. ¿Por qué Macri previamente a su encuentro con la Sociedad Rural devuelve a la Secretaría de Agroindustria su condición de ministerio por decreto, pero no a Salud o a Cultura? ¿Tenemos que exportar soja pero no películas? ¿Quién lo decide?
Una escuela explota porque hay desinversión; se heredó una situación pavorosa en la Provincia y en vez de mejorarla, el presupuesto educativo se redujo más. Una película lo pone de manifiesto, pero tampoco hay dónde verla porque no hay salas para este asunto de “chicos pobres” para que “nuestros hijos” (Vidal dixit) vean El rey león.
Sandra Calamano y Rubén Rodríguez vuelven a morir un poco. Los motivos son los mismos: la desinversión en cultura y en educación de un dinero que marcha hacia las arcas del FMI.