Muchas conjeturas se han tejido para desentrañar los motivos que tuvo el reciente cónclave cardenalicio para elegir al argentino Jorge Bergoglio como el primer papa no europeo, quien adoptó el nombre papal de Francisco. Pero resulta engañoso el paralelo que se suele trazar con la elección del polaco Karol Wojtyla (Juan Pablo II) en 1979 si, al mismo tiempo, se omite el dato político esencial que puede otorgarle validez actualizada a esta comparación.
Porque América del Sur se encuentra, en este momento, en una situación política exactamente inversa a la que tenía el denominado “campo socialista” de Europa del Este en 1979. Sólo a partir de este último dato, la similitud puede adquirir verdadera significación política y permite comprender, en toda su dimensión, la decisión del cónclave.
En aquel momento, Polonia era el eslabón más débil de un régimen político decrépito, que se había convertido en una caricatura deformada y deformante de los postulados socialistas de la Revolución Rusa de octubre de 1917, a los cuales había traicionado a partir de la muerte de Lenin (1924), y que había expropiado el poder político a los trabajadores en beneficio de una camarilla burocrática.
En cambio, Argentina constituye, actualmente, el eslabón más débil de una América del Sur en ebullición, cuya población exhibe un inédito viraje hacia posturas anticapitalistas en una región que se ha tornado decisiva ante la renovada agonía que exhibe el sistema capitalista en todo el planeta.
La estratégica movida que ha realizado la Iglesia en el tablero político internacional consiste en hacer pie en el eslabón políticamente más débil de América del Sur, adosándole el poderoso cepo papal, para convertirlo en la plataforma de lanzamiento de una gigantesca contraofensiva destinada a frenar estos avances anticapitalistas que se verifican en todo el subcontinente.
Claro que la Iglesia no jugó sola. Hubo un colosal lobby estadounidense para incidir en la decisión del cónclave. Porque, después de haberle asestado un golpe de muerte a la Zona Euro en el marco de la feroz guerra interimperialista que inunda el planeta, Estados Unidos y su brazo europeo, Inglaterra, necesitaban evitar que fuese elegido un nuevo papa europeo y, al mismo tiempo, necesitaban que la Iglesia tuviese el conductor adecuado para frenar este avance anticapitalista en una región donde su población se reconoce mayoritariamente católica.
Nada casual, entonces, la elección de Bergoglio. El gobierno argentino no registra lo obvio y, por eso, incurre en sucesivas contradicciones cuando intenta decodificar la elección de Bergoglio en clave política interna. Argentina es una clave regional en América del Sur por su debilidad política, no por su fortaleza política.
Una debilidad que se observa en su oscilante política exterior y en la inviabilidad de su proyecto político interno, el cual ha quedado reducido al eufemismo de “crecimiento con inclusión” que sólo constituye la versión edulcorada y posibilista de la “teoría del derrame” acuñada por el modelo neoliberal en los 90.
El enorme ajuste económico y antipopular que se está realizando en Argentina ya resulta inocultable. Y la creciente debilidad política que exhibe el gobierno que encabeza Cristina Fernández de Kirchner lo obliga a exigir adhesiones cada vez más acríticas a su gestión y a sostener un relato cada vez más épico de todos sus actos de gobierno.
Atacar inicialmente el flanco más débil del enemigo es una regla elemental en cualquier combate. La Iglesia ha registrado que el peronismo, aun en su versión kirchnerista, ya no podrá continuar cumpliendo su tradicional rol político de erigirse en el gran dique de contención de las masas dentro del sistema capitalista en Argentina. Y, ante las imprevisibles derivaciones de este inexorable agotamiento, se apresta a actuar como el último reaseguro del capitalismo en Argentina con proyección a todo el subcontinente.
A esta altura resulta necesario señalar que no puede esperarse una alternativa superadora de una institución reaccionaria como la Iglesia, la cual siempre ha legitimado todas las desigualdades sociales por su supuesto origen natural y muchas jerarquías individuales por su presunto origen divino, y cuyo poderoso aparato ha sido el más contrarrevolucionario y retardatario de cualquier cambio político y social en los últimos dos mil años.
De todos modos, la Iglesia no tiene garantizado el éxito de esta estrategia. Sólo la clase trabajadora y las masas, organizadas social y políticamente, podrán direccionar el rumbo que adoptará Argentina en el torbellino del sur.
*Abogado