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Espíritus fríos y literatura

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Creo que fue Truffaut quien dijo que, extrañamente, a ningún niño, cuando le preguntan qué quiere ser cuando sea grande, se le ocurre decir: “crítico”. Bombero, policía, médico –aunque juro que yo tuve un compañero de primaria, un verdadero monstruo, que a la temprana edad de 8 años ya sabía que quería ser abogado. No sé qué habrá sido de él, espero que ya haya muerto– son las respuestas más habituales; crítico jamás. Pero al mismo tiempo, por un extraño impulso, diría más bien que por decantación, o por inercia, muchos terminan escribiendo crítica (literaria, de teatro, de cine, no importa), mucho antes de lo que su propio sentimiento de vergüenza se lo hubiera permitido. Quiero decir que la actividad del crítico es algo que debería encontrarse al final de un camino, no al comienzo. Uno debería terminar ejerciendo la crítica, no comenzar ejerciéndola. Es de suponer que el crítico debería tener una idea bastante clara de lo que se escribió se filmó o se representó en los teatros del mundo, sobre todo para que la maquinaria que dispara su sorpresa no se ponga en funcionamiento ante cualquier estupidez. Como decía Maquiavelo, “El mundo pertenece a los espíritus fríos”. Un crítico debe de ser alguien frío también, susceptible de apasionarse y entrar en erupción si la ocasión lo merece. Un crítico que pierde la cabeza por un libro una vez por semana no es alguien confiable. ¿Confiable? ¿Pero qué tipo de confianza debería despertar un crítico? ¿La crítica es un servicio? Un crítico no debe despertar ninguna confianza y la crítica no es un servicio. El crítico la convierte en un servicio cuando piensa en el lector, algo en lo que debería esta terminantemente prohibido pensar, dado que nadie sabe qué es.

Roland Barthes tenía razón cuando decía que cuando un lector tomaba un lápiz y hacía una anotación al margen de la página que estaba leyendo, allí había nacido un crítico. Esa misma imagen –la de alguien con un lápiz en la mano dispuesto a hacer una anotación en el margen–, Georges Steiner la usaba para identificar al intelectual. En ambos casos una tercera persona queda excluida: es uno –crítico o intelectual– y el libro en cuestión. Y basta.

No me importan las discusiones anacrónicas acerca de si la crítica es o debería ser una obra de arte, porque si no lo es, mejor. El arte sobra, nos ahoga, naufragamos rodeados de obras de arte. Por eso adoro la crítica: una voz lúcida, capaz de pensar algo original –no algo que nadie haya pensado antes, sino algo que nadie desde entonces va a poder volver a pensar sin recurrir a él–; una voz que como soñaba el mismo Steiner sirva como pista de aterrizaje para la llegada de la nueva palabra. Alguien que nos ayude a reconocer quién merece la pena de un poco de atención, y con quién conviene no perder el tiempo y dedicarse a otra cosa. Alguien en cuyo hombro pudiera uno apoyarse contra los embates del mundo. Un espíritu sereno, sólido, confortante y frío. Y que haya leído todos los libros. Si alguien lo conoce, que me lo haga saber

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