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¡Está de vuelta!

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¡Reapareció en mi vida la burundanga! Años muchos hace de esto. Fui a un congreso en Bogotá, que estuvo fantástico. Me gustó todo: la gente, las ponencias, el chismerío después de cada mesa redonda, la ciudad, las avenidas arboladas, las comidas, todo. Yo quería ir a todas partes y ver todo. “¡Cuidado!”, me dijeron mis amigas, “no subas a un bus, que corres peligro de que te echen burundanga”. Burundanga, bu-run-dan-ga, me sonaba a danzón, a volteretas en la pista de baile, burundanga burundanga, qué ritmo, ay caramba. Y enseguida me enteré de qué se trataba y del espantoso peligro que según las colombianas acechaba en cualquier cosa que se desplazara en ruedas por las calles de esa preciosa ciudad: cuidado, cuidado con la burundanga. Te la echan a la cara y ni te das cuenta y de repente estás tirada en un zanjón y te han robado todo, y peor… ¡Bueno, basta! No quiero enterarme de lo peor, gracias, chicas, y miré con desconfianza los carromatos coloridos y ruidosos que paraban no en la esquina correspondiente, que no las había, sino en cualquier parte donde hubiera una cola o el comienzo de una cola de probables viajeros y viajeras que eran a la vez posibles víctimas del polvito maligno. No subí a ningún carromato, fui a pasear en auto, comí arepas, lo pasé magníficamente, volví a mi casa encantada del viaje y me fui olvidando de la burundanga. Hasta que… ¡sí!, reapareció en mi vida, la oí sonar en radio y televisión y alguien me hizo aquella misma recomendación: “¡Cuidado!” y volví a encontrar en mi vida la burundanga.