Para no provocar en el lector una sensación desagradable, comenzaré diciendo que las siguientes críticas no forman parte del vendaval de indignación temprana que a la mayoría de la colonia artística le ha despertado el gobierno de Mauricio Macri. Ni comparto sus delirantes y graciosas acusaciones, pues, entre otras cosas, no vivimos en una dictadura, ni quiero tener nada que ver con quienes, en nombre de principios nobles que nunca pasaron del terreno de la proclamación al de la realidad, fueron primero cómplices de uno de los presidentes más corruptos en la historia moderna de América Latina y, luego, de su esposa, una mujer violenta, ineficiente, dogmática y políticamente responsable, por acción o por omisión, de la tragedia de Once y de la muerte del fiscal Natalio Alberto Nisman.
Precisamente por eso, más preocupación que en los kirchneristas generan en quienes queremos que el de Macri sea un gobierno exitoso algunas acciones que desde su asunción ha tomado el Presidente. Y no sólo por el daño que esas acciones pudieran provocar a la salud de la república sino porque si fracasara este gobierno, la Argentina habría de mostrarse finalmente a sí misma que es un país inviable y que puede ser manejada únicamente a través del populismo.
El hecho de que la nación haya salido del cepo y del litigio con los holdouts con éxito, y de que en tan poco tiempo haya logrado crear una relación de lujo con las potencias occidentales gracias a una política exterior inmejorablemente manejada por Susana Malcorra, no puede hacernos olvidar que esta misma administración menosprecia la política como herramienta de transformación, con lo cual comete el error de creer que con tecnocracia se puede manejar un país como si fuera una ciudad y como si no hubiera diferencias entre embellecer un barrio y enfrentar discursivamente el inexorable oportunismo de Sergio Massa. Ese error conceptual, al que contribuye el esnobismo facilista de la rama PRO de Cambiemos, explica que el macrismo haya sido ineficaz para lidiar con el PJ.
Pero la falta de cintura política también ha sido acompañada de un discurso infantil y falaz que tardíamente ha venido a exaltar la teoría del derrame, que ha limitado el poder del ministro de Hacienda y que ha glorificado a Obama sin detenerse en el proceso virtuoso que el primer presidente negro de Estados Unidos lideró para reflotar la economía de su país.
Aquí, donde los ortodoxos son fanáticos conservadores que se autocalifican como liberales y que confunden a un socialdemócrata danés con un comunista, no existen los puntos medios. Por eso pasamos de un estatismo chavista a un liberismo decadente, en el sentido que a esta palabra le asignaba Benedetto Croce; un liberismo que no se ocupa de las pymes ni de los impuestos injustos que todavía hoy siguen pagando la mayoría de los ciudadanos honestos (en esa voracidad fiscal, Macri se parece poco a Ronald Reagan) y que, en cambio, se ocupa de aumentar tarifas a mansalva y de eliminar las retenciones a la minería, una medida moralmente repugnante y políticamente injustificable.
En medio de este capitalismo de amigos teñido de curiosas muestras de costumbrismo italiano, Cambiemos tiene dos opciones: o se aferra a su línea de colegio privado New Age, elitista y sectario, que cree que la coalición ganó el ballottage sin ayuda de la estrategia suicida de Cristina Kirchner, o se refugia en baluartes políticos como Elisa Carrió, Rogelio Frigerio y Ernesto Sanz.
De lo contrario, volveremos a vivir en un país donde Marcos Cleri, Fernando Pocino y Rodolfo Canicoba Corral serán ejemplares casos de prepotencia diaria y donde, abrazados al economicismo del momento, adoraremos a un nuevo líder populista con el mismo fervor con que antes abrazamos el cristinismo, la convertibilidad y el nacionalismo belicista de la última dictadura militar.
*Escritor.