Personalmente, no he tenido nunca la impresión de que Aníbal Ibarra sea lo que se dice un asesino. Pero no son pocos los que, con grados a veces muy altos de virulencia, le endilgan las numerosas muertes de Cromañón. Y han impulsado con tanto vigor y tanta persuasión su parecer sobre tal criminalidad, que más allá de eximiciones penales han inducido su destitución como jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. El hilo de sus inferencias no se corta en ninguna parte, porque en ninguna parte es delgado: si hay un accidente en un boliche y ese accidente cuesta vidas, y las inspecciones municipales con su poder de clausurar han fallado, las responsabilidades van subiendo por los peldaños de la administración hasta llegar al jefe máximo: el alcalde de la Ciudad resulta pues un asesino, y como tal debe dejar el cargo.
Quienes entienden de este modo la cuestión, ¿estarán considerando por ende que Mauricio Macri es asimismo un homicida? ¿Le imputan por igual las dos muertes que la otra noche ocurrieron en ese sitio que se inspeccionó y se habilitó y ofrecía empero notorias irregularidades? ¿Consideran ahora, como consideraron antes, que el jefe de Gobierno debería por lo tanto renunciar? Yo no percibo un clamor como el de Cromañón. ¿Por qué será? ¿Tal vez porque en Cromañón murieron ciento noventa y tres jóvenes, mientras que en Beara murieron solamente dos? ¿Se trataría entonces de una cuestión cuantitativa?
Si en efecto fuera así, el debate que se abre para tales ciudadanos es político al mismo tiempo que ético: ¿hasta cuántos homicidios están dispuestos a admitir sin saltar a exigir renuncias? ¿Cuántas muertes les parecen digeribles, y a partir de cuál lo sucedido los indigna?