El sábado 1° de noviembre de 2008, en Chimoré y frente al cuerpo diplomático acreditado en Bolivia, el presidente Evo Morales suspendió por tiempo indefinido las actividades de la Administración de Control Antinarcóticos de Estados Unidos (DEA). Sus agentes realizaron “...espionaje político, financiando grupos delincuenciales para que atenten contra la vida de las autoridades”. Evo afirmó que el deseo de su gobierno era mejorar las relaciones con todo el mundo, incluidos los Estados Unidos.
Morales había expulsado del trópico de Cochabamba en julio a integrantes de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID); en septiembre se produjo el abandono de la región del Chapare de personal dedicado a la lucha contra el narcotráfico; el 10 del mismo mes declaró persona non grata al embajador norteamericano Philip Goldberg tras identificarlo como parte de un intento de golpe cívico-prefectural por sus endémicos contactos con dirigentes de los departamentos autonomistas; y a principios de octubre prohibió que los aviones de la DEA realizaran sobrevuelos.
La DEA operaba en Bolivia desde 1990; tenía bases de operaciones en Chimoré, Santa Cruz, Trinidad, Cochabamba y La Paz, y el número de sus agentes se ignora: a los analistas e instructores identificados hay que añadir los asignados formalmente a la embajada y la red de agentes e informantes locales. El viernes 31 de octubre de 2008, las palabras tajantes de Morales fueron escuchadas por un extemporáneo aeroplano, en cuya trompa afligida el escudo de los Estados Unidos enlaza la bandera boliviana y la de las barras y las estrellas.
La administración Bush no tardó en lanzar sobre Bolivia las siete plagas de Crawford, Texas. En primer lugar, anticipó que no la “certificará” para que pueda beneficiarse de la Atpdea (Ley de Preferencias Arancelarias Andinas y Erradicación de Drogas). Luego, que la excluirá de otro sistema de preferencias arancelarias que da trabajo a más de 40 mil personas. Y también de la “Cuenta del Milenio”, un programa de donaciones. La reacción pasa por alto que según datos de la Fuerza Especial de Lucha contra el Narcotráfico (FELCN), en relación con otros gobiernos aquejados por el mismo azote, el de Evo incautó más droga, encarceló a más narcotraficantes y quemó más coca ilegal cuidando de no vulnerar los derechos humanos. Durante 2008, hasta el mes de octubre Bolivia cumplió el 90% de la meta de erradicación.
Morales anunció ventas textiles a Venezuela por 200 millones de dólares, la intensificación del intercambio comercial con Rusia, y propuso que la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) coordinara regionalmente la lucha contra el narcotráfico.
Según Tim Weiner, el autor de una historia definitiva sobre la Agencia Central de Inteligencia (CIA), “...el país más poderoso en toda la historia de la civilización occidental ha sido incapaz de crear un servicio de espionaje de primera línea”. Ello puede predicarse a la totalidad de sus agencias vinculadas de uno u otro modo con la seguridad, algunas “...con una gran reputación, pero un terrible historial”.
Weiner relata una historia, humorística si no fuera malévola. En 1994, la nueva embajadora norteamericana en Guatemala, Marilyn McAfee, predicaba el respeto por los derechos humanos, cuando Dan Donahue fue nombrado jefe de estación de la CIA. La embajada se cortó en dos partes: la diplomática que apoyaba un fortalecimiento de la Justicia, y la operativa que conservó su matrimonio con el cuestionado servicio de inteligencia guatemalteco. Un día, Donahue le mostró a la embajadora un parte de fuente guatemalteca que aseguraba que McAfee mantenía una aventura con su secretaria, Carol Murphy. El Ejército local había plantado micrófonos en el dormitorio y grabado sus ronroneos a Murphy, dedicándose luego a propagar que era lesbiana. El asunto, tirado por la correa de la CIA, llegó hasta el Capitolio. La embajadora era conservadora, estaba casada y “Murphy” era el nombre de su caniche negro de dos años; los micrófonos oyeron arrumacos, pero no vieron al perro. “Fue un acto de clara malicia”, diría más tarde.
Quien haya leído el memo redactado por Thomas M. Kent en 2004, un abogado de la unidad de intervención telefónica de la Sección de Drogas Peligrosas y Narcóticos (NDDS), en el Departamento de Justicia, sabe que historias aún más graves suceden al interior de la DEA. El documento, confirmado por numerosas fuentes, afirma que agentes en Colombia figuraban en las nóminas de los traficantes de drogas, eran cómplices en los asesinatos de informantes demasiado bien encaminados y estaban directamente involucrados en ayudar a los escuadrones paramilitares a lavar su dinero. Thomas Kent fue transferido a Nashville; Jodi L. Avergun –quien recibió la documentación–, promovido a jefe de Gabinete; algunos de los denunciados mejoraron en el escalafón y la investigación terminó inhumada. Diversos expedientes judiciales, investigaciones periodísticas y revelaciones de personal que ya no está en servicio prueban que la CIA, la DEA y el FBI operaban habitualmente en comunión, en ciertos casos recibiendo autorización y cooperación, con las autoridades de los países involucrados, y en otros sin siquiera reportar sus actividades.
Algo de esto tuvo en mente el presidente de Nicaragua Daniel Ortega cuando el 14 de agosto del año pasado sostuvo que “...la DEA es la que tiene la mayor información (sobre el narcotráfico), es la realidad, pero hay que tener cuidado con las operaciones de la DEA. Tienen intereses insospechados, que van más allá de la lucha contra el narcotráfico”.
Los expertos en agencias estatales de inteligencia y seguridad (Estados Unidos tiene 17) establecen el peor de los mundos en dos situaciones: cuando no logran atraer la atención del presidente (el Primer Cliente) y la ayuda del Congreso, y cuando la atraen tanto que el liderazgo se les transfiere y les es permitido hacer lo que quieran. En septiembre de 1997, la CIA se preparaba para celebrar su quincuagésimo aniversario. Richard Helms, ex titular, confió a Tim Weiner: “…la única superpotencia que queda no tiene el suficiente interés en lo que ocurre en el mundo”. Tras el 11-S, James Simons hijo, subdirector de la central de inteligencia, se reunió con el fiscal general John Ashcroft para idear la creación de un nuevo documento de identidad nacional para los estadounidenses: debería contener una huella dactilar, un escaneo de retina, una impresión de voz, un poquito de ADN... e introducir un chip de ubicación en el torrente sanguíneo de cada identificado. El cheque en blanco extendido por Bush para asignar a agentes clandestinos el papel de torturador y de carcelero “...ha comprometido nuestro honor nacional”, según palabras de P. X. Kelley, un ex comandante del cuerpo de marines.
Hay otras toneladas de carga adicional que colgar sobre los hombros del nuevo presidente de los Estados Unidos: tener control sobre lo que represente un peligro para los EE.UU. con doctrina, experiencia y técnica, sin que ese control represente un peligro para los demás países del orbe.
*Ex canciller.