Los colegios suelen llevar a los chicos de excursión. Los padres firman un permiso y el alumno
puede entonces ir de paseo con todos sus compañeritos al Zoológico, al Planetario, al Museo de
Ciencias Naturales, a la Rural o a la Feria del Libro, bajo la custodia de dos o tres maestras al
borde del colapso.
De esas salidas grupales, los niños suelen preferir la de la Rural. Ahí se pueden juntar
calcomanías, hay promotoras atractivas, se pueden ver animales –como los chanchos– que
presentan dimensiones genitales sorprendentes, las vacas largan sin pudor unas bostas humeantes y
sonoras. Todas cosas que a los niños les encantan. Pero la Feria del Libro no presenta tantas
diversiones. De hecho, esa excursión fue un momento traumático de mi infancia.
Me acuerdo de que “la Serrano”, una de las profesoras que nos llevaban, fumaba
como una chimenea (en esa época todavía las profesoras fumaban al lado de los alumnos). Ese año la
feria estaba dedicada a La Divina Comedia. No nos entusiasmaba mucho el programa. En la entrada
había una inscripción en italiano que decía: “Lasciate ogne speranza, voi
ch’intrate”. ¿Qué dice ahí, profesora? Abandonen toda la esperanza los que entran acá,
dijo la Serrano.
Nos pasearon entre puestos de libros, con esa idea extraña de que la cultura se transmite por
ósmosis. Era como ver tapas de videos. ¿Para qué venimos acá, profesora? La Serrano no contestaba.
Seguimos por los pabellones; no había animales, ni muestras gratis, sólo unos folletos, y el Fernet
que no era para niños. La quinta vez que le preguntamos a la Serrano para qué estábamos ahí, la
tipa se hartó, se dio vuelta y con el pucho en la boca, dijo: “Para que vean todos los libros
que van a tener que leer en su vida”. Nos quedamos callados, mirando ese océano de libros que
nos rodeaba. Me acuerdo de haber pensado: ya no llego.
Debe ser por eso que cada año la feria me agobia. Voy igual, busco cosas muy específicas
(libros inhallables o conferencias de autores) pero camino apurado, como temiendo quedar aplastado
por ese tsunami de libros que nunca se termina de leer