La noticia se movía por las carpas como el andar de los vendedores. Viajaba en el grito del cocacolero, en la madre que esperaba con la toalla abierta el cuerpo del niño que salía del agua, tropezaba en el aire con el que levantaba la mano para lanzar el ancho de espadas: “Pasan el partido por tele”. Después, alababan la gestión de quienes se preocuparon –y la critatura ofrecía varios padres– por evitar la tristeza de los que se habían quedado sin entradas. Mar del Plata iba a ver el partido de anoche y, mientras temblaban los boleteros de los teatros y los dueños de los restaurantes, la gente se ponía de acuerdo con el sitio donde verían el clásico de más absurda expectativa jamás ofrecido.
Está bien que era el primero del año y también de Simeone y de Ischia, de Abreu, el del retorno de Riquelme. Pero nunca había sucedido un fenómeno semejante. El día de la locura por la venta de las localidades, en las radios llamaban a los sociólogos. ¿Qué fenómeno podría explicar esa lucha encarnizada por la entrada a un partido de un torneo de verano en el que sólo se ponía en juego el amor propio?
El periodista coincidió en el avión que lo llevaba desde Buenos Aires con unos cuantos turistas que viajaban para ver el partido. Inexplicable o no, mientras el escriba convertido en lector se preguntaba a quién del diario PERFIL del sábado podía agradecerle por la nota de Juan José Becerra sobre teatro en Mar del Plata, un francés sentado en el asiento 18 F se dio vuelta y por encima del diario que actuaba como un tabique, dijo: “Perdón... el estadio a cuánto queda del aeropuerto?”. Becerra, que le quita las ganas de escribir a cualquiera, y el Chavo Fucks, jugadísimo y acertado en una nota sobre la Selección y la buena vida, quedaron con sus páginas apretadas y deformadas en el espacio tan avaro de los asientos, mientras uno hacía de improvisado guía y adelantaba las conjeturas sobre el partido. Sorprendían los jóvenes europeos con su conocimiento sobre algunos jugadores, y la explicación sencilla de cómo habían conseguido las entradas. ¿De qué forma llegaron a Buenos Aires entradas por las que la gente se mataba en Mar del Plata?
Lo que el clásico de anoche generó no tiene precedentes en la Ciudad. En la rapidez de la venta de los boletos, en la crispación de las declaraciones y del público, en el fogoneo del interés por parte de los medios. El paradojal fútbol de la belleza escasa y del supermarketing que arrasa, llegó a una cima que no alcanzarán fácilmente aquellos sin entrenamiento ni preparación para hacer la lectura adecuada.
Existe eso de la pertenencia, puede ser. ¿El hombre necesitado de lo social, en su hambruna de integración, no encuentra en la política, en la religión ni en su país respuestas que satisfagan el alma, por eso se vuelca al fútbol con esa desmesura que desencanta? ¿Que algo lo distraiga es lo único seguramente vencedor de este tiempo? ¿Pero para qué intentar bocetos de una pintura inalcanzable?
Detrás de la gente, de su inocencia o vacío, están los que sí tenían mucho en juego anoche. El aire que ofrecía la Ciudad Feliz no alcanzaba para darles un respiro a ciertos dirigentes y negociadores del fútbol.
Una victoria digna de River se verá como, especie de voluta, se difuminarán los comentarios de las ventas incesantes y caprichosas y tan trasparentes como raras o sospechables. Actuarán de inmediato los predicadores del establishment con notas a presidentes felices que dirán que este año sí, este año encontraron el rumbo y les taparán la boca a los sermoneadores de las columnas. Ahora mismo, si usted es de River o de Boca, y el resultado fue suyo, y no ocurrió el temido empate de verano, piense qué espacio ocupa esta columna en su vida comparada con la foto del gol de la victoria.