A partir de 2017, el populismo norteamericano se ha convertido en el posfascismo más relevante del nuevo siglo. Luego de décadas de negar el populismo como algo ajeno a su pro- -pia cultura política, Estados Unidos ha asumido ahora el papel de líder del populismo global que la Argentina desempeñó luego de 1945. La idea de que un hombre como Perón era el hombre del pueblo inobjetable fue un elemento clave no solo para el peronismo sino para la creación del populismo moderno de posguerra. El extraordinario culto a la personalidad de Trump reproduce esa dinámica.
El populismo se apoya en la idea del líder como figura trascendental. El es la voz del pueblo, y él sabe mejor que ellos qué es lo que realmente quiere. El general Perón también se veía a sí mismo como la personificación divina del pueblo. Su esposa, Eva Perón, explicaba que “Perón es un dios para nosotros, tanto que no concebimos el cielo sin Perón; Perón es nuestro sol, es el agua, es el aire, Perón es la vida de nuestro país y del pueblo argentino”. El tiempo dirá si Norteamérica acatará una concepción del líder nacional redentor tan elevada y hasta mística.
El populismo está genética e históricamente ligado al fascismo. Se podría sostener que es su heredero: un posfascismo para tiempos democráticos, que combina un compromiso limitado con la democracia y que presenta impulsos autoritarios y antidemocráticos. La identificación de un pueblo, un líder y una nación que forman una sola unidad fue por supuesto central para el fascismo. A diferencia del populismo, sin embargo, el fascismo inicialmente explotó los mecanismos democráticos, para luego descartarlos con desdén. (...). Tanto en la dictadura fascista como en la democracia populista, el líder se construye como el representante y la encarnación del pueblo, o como la personificación del pueblo, la nación y la historia de la nación.
Aunque tanto las dictaduras de masas fascistas como los regímenes democráticos populistas retratan a un líder que potencialmente sabe mejor que el pueblo lo que el pueblo quiere, ambos difieren nítidamente.
Mientras no interfirieran con las elecciones, los líderes populistas de posguerra representaban regímenes democráticos multipartidarios no liberales o aun antiliberales. Sin embargo, la fe en el líder populista iba mucho más allá de una victoria en elecciones populares (no importa lo exiguo del margen de la victoria). Esa fe estaba fundada en el hecho de que el líder personificaba al pueblo. Esa dualidad es un rasgo decisivo de la teoría populista y su práctica histórica. El aura del líder precedía y a la vez trascendía el momento electoral, proyectando un orden mítico que se oponía al liberalismo. La práctica democrática del populismo de posguerra, por lo tanto, era a la vez una respuesta y una crítica del orden liberal. Tras la era dictatorial del fascismo clásico, el populismo clásico volvió a vincular la democracia electoral con el anticomunismo y el antiliberalismo. El populismo democrático era la culminación inesperada de una tradición antiiluminista antigua y reaccionaria que, con todo, era históricamente contingente. Como el fascismo, procedía de una tradición intolerante que había atravesado importantes sectores de la sociedad civil. Era un experimento con la política democrática y una respuesta a la forma dictatorial de lo político desde el interior de la intolerancia.
Formas secularizadas de lo sagrado, el fascismo y el populismo postulan la trinidad política de líder, nación y pueblo como fuente principal de legitimación. Ambos representan una teología política que va más allá del modo en que lo sagrado suele alimentar a la política. En esos movimientos no hay contradicción entre el pueblo y la nación, y la representación del pueblo en la persona del líder. Ambas ideologías creen que personificar es representar, lo que significa, en efecto, que el líder es el que, por delegación plena, realiza la voluntad del pueblo. El mito de la representación trinitaria descansa en la idea de que un único líder es de algún modo lo mismo que una nación y su pueblo: la fusión de una persona y dos conceptos. En el fascismo, esta idea de personificación no requiere ninguna mediación racional o de procedimientos como la representación electoral. (...)
Los fascistas distinguían entre la democracia como el gobierno del pueblo y el liberalismo como una forma de representación obsoleta y problemática: tecnocrática, ineficiente, alienada del “pueblo” y la voluntad nacional, y propensa a ser capturada y manipulada por intereses particulares, a menudo “elitistas”. La consecuencia práctica de esta distinción era la dictadura.
El populismo aceptaba la idea de que el liberalismo obstaculizaba la voluntad verdadera del pueblo, pero también la reformulaba. La dictadura quedaba atrás, pero los residuos fascistas del populismo afectaban los modos de replantear la democracia y de comprometerse con ella. (...)
Como decía el líder fascista rumano Horia Sima, la voluntad del pueblo podía expresarse en un momento dado a través de los partidos políticos o “la democracia, pero nada impide que busque otras formas de expresión”. De manera similar se pensaba el fascismo en la Argentina bajo la fallida dictadura de Uriburu (1930-1932). El dictador argentino explicaba que el fascismo representaba un desplazamiento hacia los fundamentos republicanos y un alejamiento de los democráticos. La república era más relevante que la democracia en sí. “La palabra Democracia, con mayúscula, no tiene ya entre nosotros ningún significado… Esto no implica que no seamos demócratas tanto más sinceros cuanto que aspiramos a que alguna vez una democracia con minúscula, pero orgánica y sincera, reemplace a la demagogia desorbitada que tanto daño nos ha hecho”. Dentro de su búsqueda global de formas de expresión popular que pudieran reemplazar a la democracia electoral, Uriburu eligió el modelo dictatorial fascista.
*Politólogo. Fragmento de su libro Del fascismo al populismo en la historia, editorial Taurus.