Hubo coincidencia general, sin una voz discordante, entre el Gobierno y la oposición en el medio de la huelga policial: los agentes ganan poco, disponen de ingresos casi indignantes –llegaron a decir– con la tasa de crecimiento que tuvo el país. Se corrigió a las trompadas esa desproporción, con muertos, daños personales y desbordes institucionales. En sugerente coincidencia general hasta con la Iglesia, luego se confió: “Lo que no compartimos es el método de protesta”. Como si ese mecanismo lesivo a la Constitucion, a la educación, a la propiedad y las buenas costumbres no hubiera sido la llave para reparar los salarios policiales en casi todo el país. Y, en cascada, de otras organizaciones armadas (Prefectura, Gendarmería) que luego se anotaron en silencio con un reclamo semejante recordando su capacidad para utilizar los mismos cánones de presión de la Policía. Más: si los jubilados pudieran disponer de esos métodos abusivos, no ganarían lo que hoy ganan.
Justo es admitir que, al margen de la conciencia gremial o militancia, los éxitos y complejidades sindicales para aumentar salarios no vinieron en el pasado de una huelga del calzado o la construcción, más bien de organizaciones capaces de “bajar la palanca” (Luz y Fuerza), de nuclear a muchas asociaciones en una misma protesta (los metalúrgicos y las 62), de suspender el transporte (antes había paro si paraban trenes, colectivos y subtes) o, en los últimos años con camioneros, de cortar las rutas, abandonar sus vehículos, ocupar plantas, etc. Por esa razón de método, el pragmático Néstor Kirchner los incorporó a su staff en la primera etapa de gobierno. Veremos que sugieren, al respecto, el médico castrense Berni o el controversial futuro teniente general del Ejército, Milani.
Antes, en el medio del aquelarre de estos 10 días, se achicharraron varias figuras y de todos los frentes. Por ejemplo la Presidenta: desorientada, mal informada, apeló a los obvios latiguillos que suministra en estos casos el espionaje tradicional (complot) junto con su cándida impresión de que le pretendían arruinar la fiesta por los 30 años de la democracia. No entendía el mensaje: son sencillitos los policías, quieren más plata, no un cambio de régimen. Esa fatuidad interpretativa se hizo más notoria cuando aludió al armado siniestro de redes sociales para alinear la queja de los policías amotinados como si se tratara del llamado a la Plaza Tahrir (de la Liberación, en el diccionario Nasser) en El Cairo, para remover al gobierno sin temor a la muerte. Junto a la mandataria, se eclipsó Carlos Zannini, principal consejero de Ella, cargo que se imagina por ser el funcionario que más cantidad de días utiliza el helicóptero presidencial para visitarla en Olivos (tres veces más que el jefe de Gabinete). Se acopló el presunto especialista en Justicia al propósito egoísta de aislar en su infortunio a un repulsivo –para ellos– De la Sota, sin advertir que esa oleada se extendería al resto del país como un bumerán explosivo. Por este dato, por la contumacia de pagar mal y no satisfacer a quien te cuida la vida, además de descubrir ingenuos errores se percibe que la lectura de Maquiavelo no ha sido uno de los ejercicios más recurrentes en ese nivel del Gobierno.
Se derrumbó también De la Sota en su manejo narcisista de la crisis, firmando aumentos a las corridas, como un peronista de ocasión, lo que no supo defender como gobernador (su estrella en declive se parece a la de otros colegas del interior: Uribarri, Alperovich...). Ni hablar de Julián Alvarez, el segundo de Justicia, la esperanza blanca de La Cámpora, quien se sirvió del cargo para una mezquindad: atribuirle a un opaco vecino de Lanús, ex comisario y rival en la interna, el tejido instigador de lo que luego sería un aluvión de demandas en todo el país.
No son los únicos engreídos en descenso. Se disolvieron otros, como el secretario Oscar Parrilli, quien en lugar de interesarse por la violencia, muertes y pérdidas, se preocupó porque trascendió que el Tango 02 no podía volar por razones técnicas y, en su enojo, trató de “pelotudo” al gobernador del Chaco que confesó ese inconveniente. Y el responsable de seguridad porteña, Guillermo Montenegro, quien se fue a jugar al fútbol a la cancha de Boca –y se hizo fotografiar– mientras los fanáticos de ese club colapsaron el centro porteño, atacaban a la policía y, si se les ocurría, incendiaban el Obelisco. O su colega bonaerense, Alejandro Granados, el que trató de “pedazo de mogólico” a un atrevido que le exigió desde la platea que dejaran de robar; justo a él esa impugnación, si hace pocos meses que asumió, casi no firmó ningun contrato y ni siquiera pudo cambiar al jefe de Policía, el mismo que tampoco renuncia a pesar de que lo degradaron con insultos sus subalternos en Mar del Plata. El ejemplo material de que “la cadena de mandos está rota”, como señaló un ministro de la gobernación.
Ni hablar de otras penosas actuaciones. El ya triste rol de Jorge Capitanich, confesando en el comienzo de la crisis a uno de sus reclamantes: “Ni me dejan hablar por teléfono”. Como si esa frase no la hubiera escuchado nunca en diez años de kirchnerismo.
Fue este minirodrigazo policial de 50% de piso el peor obsequio que podía esperar a fin de año el ministro viajero Axel Kicillof. Le desbarata cualquier objetivo heterodoxo contra la inflación (le gustaba insinuar una paritaria general del l8% para 2014). Y no alcanza como remedio, claro, que Cristina anuncie una futura “democratización” de las fuerzas policiales, cuestión que absurdamente –se presume– no previó en una década. Tampoco que el Ejército de Milani despliegue radiogramas advirtiendo que la fuerza acompañará en todo la acción de la Gendarmería, sin precisar respaldos que tal vez no dispongan de contención legal. El temor a más saqueos siempre indica los caminos más cortos.
Así de corta también fue la abstinencia por ignorar el ingreso económico de los policías, imaginando que los agentes obtenían su mendrugo por otra vía no precisamente sancta. Ni siquiera observaban su proceder profesional, la distracción tardía ante los delitos o si era capaz un comisario de entrar a una villa. O si había algún retén en las rutas con ánimo suficiente para interrumpir el paso de un vehículo con cuatro ocupantes, potencial situación de conflicto. Además, antes de los K, en un acto de arrojo singular, hubo un funcionario que denunció el “cajón” obligado que remitía la Policía a los gobiernos por aportaciones diversas (de la prostitución al juego clandestino, de los autos a drogas menores). Ahora cambiaron los rubros, se impuso la droga como principal negocio, los aportes se incrementaron y aquel funcionario acompaña esta administración. No más preguntas.