La Guerra Civil Española ( 1936-1939) forzó a una generación que estaba dispuesta a morir por sus ideales y principios políticos a elegir, a jugarse, a poner el cuerpo por delante. La mayor parte de esos hombres, entonces apenas adolescentes, optó por combatir en una u otra trinchera. Otros, para agregar fatalidad a la desgracia, fueron obligados a pelear sin convencimiento, simplemente porque uno de los bandos había ocupado su ciudad o su villorrio.
Sobre la Guerra Civil Española se han escrito y se siguen publicando miles de libros: académicos, emotivos, autobiográficos, lapidarios o facciosos. Algunos afirman que son 250 mil textos. Este ensayo pretende enfocar el conflicto analizando aquello que posibilitó que Franco ganara la contienda y gobernara desde 1939 hasta su muerte, en 1975, amparado por el comportamiento salvaje de los grandes capitales. Los escasos recursos peninsulares fueron dilapidados en la lucha. Durante las acciones hubo inflación en la zona dominada por los rebeldes e hiperinflación e inutilidad del dinero en la republicana, que contaba con el “oro de España” y la voluntad política de confiscar bienes privados o de la Iglesia.
Los sublevados, que carecían de metales preciosos, decretaron fuerte impuestos de emergencia y se apropiaron de los bienes de los republicanos atrapados en la zona controlada por los rebeldes.
El agotamiento de la mayor parte de las reservas de oro y plata, de bienes y propiedades privadas, sumadas a las pérdidas de vidas humanas y la emigración de miles de profesionales, profundizaron el estado de pobreza del pueblo español, que ya sufría penurias. Esa dureza por el hambre y el desamparo se prolongaría diez años después de la caída de la República, en 1930. España volvió a la vida y a la comida cuando los norteamericanos llegaron a un acuerdo con Franco, a quien le perdonaron sus amistades con el nazismo y el fascismo, para instalar bases militares estratégicas en medio de la Guerra Fría. Luego, los economistas que integraban el Opus Dei alcanzaron a inyectar modernidad y crecimiento económico.
La influyente banca multinacional decidió que era menos riesgoso para sus intereses apostar por la derecha golpista que apoyar a la “República roja”, como la calificaban. En los márgenes de esa carnicería fratricida (se llegará a un millón de muertos durante y poco después de la pelea), los gobiernos europeos hicieron sus especulaciones y cálculos de “costo-beneficio”. Resultó trágico que, como correlato, tanto Inglaterra como Francia y su Frente Popular, aun los Estados Unidos, hayan recelado hasta la paranoia del legítimo gobierno republicano porque la propaganda rebelde los acusaba de “rojos”, incluyendo en ello a liberales como Manuel Azaña, a socialistas de centro y militantes antimonárquicos y pensadores laicos que cuestionaban el poder de la Iglesia.
Los conservadores abonaron el prejuicio internacional con el manoseado “complot bolchevique-judeo-masónico” que derivaría en una revolución comunista y atea, mientras que para los sublevados se trataba de una “cruzada antimarxista” contra la anti-Iglesia y la anti-Aristocracia.
La actitud de Stalin sólo plantea incógnitas a los historiadores. No quería ni ganar ni turbar a Occidente, pero tampoco deseaba perder esa guerra civil. Fue un ser oscilante. En cambio, es más fácil explicar la evidente intervención de Hitler y Mussolini en el conflicto –dos ignorantes de la historia de España– no sólo por afinidad ideológica sino porque, en el tiempo que buscaban perjudicar los intereses coloniales de Francia, el suelo español podía proveerlos de apetecibles minerales básicos para la industria bélica. Resultó, además, un escenario ideal para poner a prueba sus armas y nuevas técnicas de combate, que pronto asolarían Europa.
Los bandos en pugna contaron con los medios de guerra más sofisticados de la época , pero al mismo tiempo el grueso de las tropas –sobre todo las republicanas– peleó con fusiles del siglo XIX, que se atascaban en el momento crucial. Es que, a pesar de la prohibición internacional de vender armas a unos y a otros, el gobierno insurrecto asentado en Burgos controlaba las comunicaciones marítimas –en los puertos rebeldes atracaban naves italianas y alemanas– y la permeable frontera con Portugal, gobernada por el dictador António de Oliveira Salazar. Además, logró cortar el tráfico por la frontera francesa, vía de pertrechamiento de los republicanos, ante el silencio cómplice de las democracias del mundo.
Esa guerra tenaz desnudó además la vulnerabilidad de las izquierdas republicanas que intrigaron, que actuaron irresponsable o displicentemente mientras llovían las bombas y se imponía el espíritu de unidad. Izquierdas incapaces de construir un frente sólido para detener la insurrección de los militares: un Partido Comunista que se engrandeció ante la clase media, sórdido y asesino de sus opositores anarquistas o los marxistas del POUM. Todo sumó; un socialismo sin fuerza, un anarquismo empecinado en hacer la Revolución y después combatir a los sublevados. Y un comunismo intrigante.
Eran izquierdas omnipotentes que persiguieron, encarcelaron, torturaron y fusilaron a sus propios líderes mientras sus poetas apelaban a la dignidad.
Aun hoy, los debates entre científicos sociales, políticos y analistas acerca de si el franquismo fue o no un movimiento fascista en el más amplio sentido siguen encendidos.
Se conoce una propuesta de 1978 de dividir la dictadura franquista en varias etapas. De 1939 a 1945, el franquismo gobernó como un régimen fascista contemporáneo. El segundo período, de 1946 a 1960, fue definido por el pragmatismo al servicio del Caudillo. Por último, de 1960 a 1975, se desarrolló la fase tecnopragmática del régimen. En estos últimos años, se están removiendo tierras en distintos rincones de España en búsqueda de las víctimas de los militares, que fusilaron y mutilaron sin cuartel cada pueblo y ciudad de España.
*Periodista y escritor.
Fragmento del libro Gallo rojo, gallo negro, Editorial Eudeba.