Un viejo refrán –¿los hay que no los sean?– afirma que “comprenderlo todo es perdonarlo todo”. Dicho en la Argentina, el refrán tiene un cierto aire retro, radical, parece invocar a la tolerancia, disposición que no es más que una forma civilizada de la presunción de superioridad. Quien se dispone a tolerar no hace sino perdonar la vida, la hacienda o las costumbres del otro, que íntimamente considera menos valiosas o estimables que las propias. Además, puesto a revisar el lugar común, uno tiende a admitir que la comprensión omnívora u omnipotente es imposible, salvo que se la atribuya a Dios. De lo que se deduce que un refrán que se supone generoso se revela, al menor análisis, soberbio y discriminador.
Dentro de ese marco, deberíamos admitir que no hay nada más peligroso que intentar el bien. Y eso, ahora que me doy cuenta, lo asegura un refrán mucho más perspicaz que el anterior: “El camino del infierno está lleno de buenas intenciones”. Entre la figura del criminal y la del héroe sólo existe la diferencia explícita de propósito y la cantidad de afectados por el ejercicio de las respectivas posiciones. Claro que esto es más complejo si tercia la figura del político que, en determinados casos, cuando toma decisiones como soltar una bomba atómica sobre una ciudad, se convierte en un criminal a gran escala que pretende el reconocimiento público de su acción masacradora porque presupone que su gesto sangriento elimina la continuación de la guerra. Más visible, más punible, más reconocible, es un triste portero oscuro que se desmadra, o un asesino minorista con afanes de redención social, que aspira a la santidad y cuyas víctimas son objeto, previo al disparo, de un autoexamen dostoyevskiano –¿es un soldadito, un hermano, un agente del imperialismo, un infiltrado?–.
En esos dilemas nos hemos pasado años, tratando de cerrar las costuras de la realidad a fuerza de frases hechas.