¿Cómo pudo suceder que Gastón Aguirre, el motochorro de la Boca, terminara al final de todo expuesto ante las cámaras? Tal vez porque, por cierto, fue así como comenzó: expuesto ante una cámara. Recordemos que el turista canadiense pedaleaba aquella vez filmando todo lo que se le pusiera adelante.
Con lo cual registró también el momento en que se le puso adelante tan luego Gastón Aguirre con su escena de feroz violencia. Lo que Aguirre pareció advertir es que, una vez incluido en el reino general de las cámaras, ya no podía salirse ni retroceder. Entonces decidió avanzar. Y llegó hasta la televisión.
De este modo nos señala que el delito puede convertirse en un espectáculo también, igual que todo o que casi todo. A las lecturas de Michel Foucault y el panoptismo, a las lecturas de Paul Virilio y los regímenes escópicos de visibilidad, hay que adosar entonces las lecturas de Guy Débord y la sociedad del espectáculo. Porque a la voluntad de lograr un pleno control y una vigilancia total por medio de infinitas cámaras que enfoquen y registren todo puede brotarle eventualmente este incordio: que el delito, ante las cámaras, se convierta en espectáculo y siga como si tal cosa.
De acentuarse esta tendencia, que hoy por hoy apenas comienza, cambiarán seguramente las condiciones para la vieja y conocida violencia feroz; la anónima, la impune, la enmascarada, la cobarde. Esa violencia, convertida en violencia verbal, va a parar con toda lógica allí donde puede ejercerse sin tener que someterse a ninguna regulación legal, sin tener que dar la cara, sin tener que revelar el nombre: va a parar a internet. Es violencia, qué duda cabe: es agravio, es prepotencia, es amenaza, es intimidación. Aunque es cierto: no cuesta vidas. Lo cual no deja, después de todo, de representar todo un progreso. Es sin dudas más miserable, pero también más indolora y más inocua, más fácil de olvidar.