COLUMNISTAS

Gabriel García Márquez y la crónica de una vida anunciada

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En las novelas de Gabriel García Márquez el espectáculo del mundo es disputado por las interpretaciones que pretenden explicarlo, buscan habitarlo y humanizarlo. Ocurre en estas novelas que los hechos son debatidos, evaluados, recontados y, al final, releídos. A veces, como en Crónica de una muerte anunciada, las interpretaciones exigen una víctima, y Santiago Nasar es sacrificado como el primer mártir de la hermenéutica. Como las buenas víctimas propiciatorias, él es el único que ignora la intensa lectura que lo elige como muerto. En El general en su laberinto, Bolívar es el héroe de la interpretación infinita, porque sigue disputando, con su demanda de emancipación, el sentido de cada pregunta por América Latina. En cambio, en Del amor y otros demonios, la niña ilegible que ha sido mordida por un perro rabioso suscita la interpretación como juicio relativo. Ella es el ángel criollo de la lectura: su supuesta enfermedad es leída abusivamente. Enclaustrada, acusada de bruja y endemoniada, ella termina, bajo la autoridad mayor de la lectura, la de la Iglesia, exorcizada y muerta.

El propio García Márquez había leído sus novelas como si fueran hijas del asombro y la abundancia, de las primeras lecturas de América Latina, cuando la palabra “palmas” ponía de pie a las primeras palmas (aunque no eran palmas). “¿Por qué no me van a creer, si le creen a la Biblia?”, recuerdo que solía decir. Después, favoreció la lectura de Cien años de soledad como documental, y juró que podía probar que cada página venía directamente de la realidad. Pronto abandonó las licencias del realismo mágico (ahora mismo hay en inglés tres nuevas novelas sobre las propiedades sobrenaturales del chocolate), y sugirió que su Bolívar era hijo legítimo de la documentación. La Academia Colombiana de la Historia trató de refutarlo; pero, una historiadora alerta advirtió a sus colegas: ¡Pero si estamos hablando de una novela! Otro historiador, ya resignado, declaró que esa novela será leída en el futuro como la verdad histórica.

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A dos amigos les pedí un testimonio de su lectura de García Márquez, y recupero aquí algunos fragmentos de esa suma de celebraciones que dieron en Gaborio. Artes de releer a Gabriel García Márquez. El lector es invitado a prolongar esta biblioteca y distraer su dolor. No acabaremos de agradecerle a Gabo la gracia gratuita de su obra.

Rodrigo Fresán: La mejor lectura

García Márquez me enseñó con su ejemplo que se puede llegar a escribir un libro inmejorable y que, por lo tanto, no hay que darse por vencido a la hora de luchar por su esquiva pero posible existencia. Está claro que caeremos en el campo de batalla; pero no nos está permitido rendirnos en el intento de conquista y victoria, porque allí, en el horizonte, nos vigila la luminosa sombra de Crónica de una muerte anunciada.

No sé si esta prueba incuestionable de que se puede escribir algo a lo que no le falta una palabra ni le sobra una coma es algo que me corresponda agradecerle como intimidado colega a García Márquez; pero lo cierto es que jamás podré agradecérselo lo suficiente como extático lector.

Así se lee también su vida –la crónica de una vida anunciada– y así sigo leyendo yo a Gabriel García Márquez.

Abrir uno de sus libros siempre es irse de viaje, olvidarse de esta supuesta realidad, volver a ese sitio de donde salen todas sus cosas.
Y ahora, que todas esas cosas vuelven a una autobiografía magistral, no sólo es un acto de justicia poética: es, también, un premio para este lector que ahora la lee para vivirla y una recompensa para ese escritor que vivió para contarla.

Enrique Vila-Matas: Lecturas en un puente

Debieron de sucederle a García Márquez muchas cosas en el puente de Saint-Michel, camino de la buhardilla donde imitaba, como podía, la vida o la escritura de su admirado Hemingway. Porque no he podido nunca olvidar ese día en el que sintió los pasos en la niebla de un hombre que pensó que era un perseguidor, ese día en que, a diferencia de Hemingway, se sentía pobre y muy infeliz en París y se había pasado toda la noche calentándose en el “vapor providencial de las parrillas del metro”, eludiendo a los policías que le golpeaban en cuanto le veían, pues le confundían con uno de los tantos argelinos a los que masacraban en aquellos días en París: “De pronto, al amanecer, se acabó el olor de coliflores hervidas, el Sena se detuvo, y yo era el único ser viviente entre la niebla luminosa de un martes de otoño en una ciudad desocupada. Entonces ocurrió: cuando atravesaba el puente de Saint-Michel, sentí los pasos de un hombre, vislumbré entre la niebla la chaqueta oscura, las manos en los bolsillos, el cabello acabado de peinar, y en el instante en el que nos cruzamos en el puente vi su rostro óseo y pálido por una fracción de segundo: iba llorando”.

Ese encuentro con su falso perseguidor en el puente de Saint-Michel me trae el recuerdo de la escena final de Isabel viendo llover en Macondo, el recuerdo de las primeras líneas que de García Márquez subrayé (tenía yo 21 años) y que modificaron discretamente mi concepción de la escritura, esas líneas que describían sucintamente la aparición de un perseguidor en la niebla tropical, una persona invisible que sonreía (la del puente de París, en cambio, lloraba) en la oscuridad.

En Isabel viendo llover en Macondo, tras el largo diluvio que se desploma durante el lapso que va de un domingo por la mañana a otro (y que hace que las personas del pueblo, paralizadas y narcotizadas por la lluvia, floten como en una niebla ardiente y que todo se detenga y quede anulado), el tiempo de pronto comienza a cambiar y escampa y se extiende un silencio, una tranquilidad, un estado tan perfecto como imaginamos que debe de ser la muerte. En ese silencio misterioso y profundo se oye una voz clara y completamente viva. Luego, un viento fresco sacude la hoja de la puerta, hace crujir la cerradura, y un cuerpo “sólido y momentáneo, como una fruta madura” cae profundamente en la alberca del patio. Entonces llegan las frases que subrayé como un loco:

“Algo en el aire denunciaba la presencia de una persona invisible que sonreía en la oscuridad”.

“Dios mío –pensé entonces, confundida por el trastorno del tiempo–. Ahora no me sorprendería de que me llamaran para asistir a la misa del domingo pasado”.

Cuando en los días de mi juventud leí estas líneas, creí entender que el hombre invisible era Dios y que la escena que estaba leyendo evocaba en el paradisíaco trópico el comienzo de la Creación. Creí leer esto y también creí leer que la realidad cotidiana, transformada por la sensación de anulación del Tiempo producida por el diluvio, se parecía muy poco a la realidad a la que me habían acostumbrado, y me dije que tal vez, a partir de aquel día, tendría que entrecomillarla siempre. Todo eso fue lo que leí o me dije cuando en mi extrema juventud me acerqué por primera vez a la escritura de García Márquez. Pero esta mañana, con la idea de escribir estas líneas, he vuelto a leer Isabel viendo llover en Macondo y desde el primer momento he sido consciente de que el cuento seguía siendo tan impresionante como lo recordaba, pero por motivos distintos. Esta mañana lo que me ha impresionado del cuento es la creación de una atmósfera que sólo dejará de ser fascinante cuando la realidad vuelva a ser la de antes de que lloviera, es decir la de antes de que existiera el cuento.

Algo ha cambiado en mí esta mañana tras la operación de releer ese cuento en el que sólo llueve. ¿Sólo? Aunque no hayamos leído a Dante, todos sabemos que en el Purgatorio el poeta nos dice: “Llovió después en la alta fantasía”. Y también sabemos que un día Italo Calvino dio una conferencia partiendo de esta maravillosa constatación: la fantasía es un lugar en el que llueve. Tal vez eso pueda explicar que el cuento de García Márquez termine precisamente cuando en Macondo deja de llover, lo que convierte en triste e indeseable nuestro regreso a la baja fantasía de la realidad de antes de la lluvia. Y es que querríamos volver a Macondo. No querríamos alejarnos de la compañía de Isabel y de la lluvia. Como todos los buenos cuentos, se acaba demasiado pronto. Y más cuando, como hoy ha sido mi caso, nos sobra el tiempo”.