Las ideas de Gilles Deleuze siguen siendo intensas, provocadoras, difíciles de domesticar. Uno puede no estar de acuerdo incluso con su contenido, pero la operación mental del filósofo francés es siempre extraordinaria: “¿Por qué no tendría derecho a hablar de medicina sin ser médico, si hablo de ella como un perro?¿Por qué no podría hablar de la droga sin ser un drogadicto, si hablo de ella como un pájaro? ¿Por qué no podría inventar un discurso sobre cualquier cosa sin que me tengan que reclamar los títulos que para ello me autorizan?”.
Siempre recuerdo el nacimiento de la palabras. Ahora los jóvenes dicen que tal cosa u otra es “suave”, pero no utilizan suave en su común acepción sino que la usan para denominar que algo es “cool”. Con Internet llegó la palabra troll, que viene del inglés y que se utiliza para nombrar a esas personas que en el ciberespacio se dedican, sin dar cuenta de su verdadera identidad (¿pero cuál sera nuestra verdadera identidad?) a producir discusiones, insultar, provocar. La palabra troll viene de un tipo de pesca que se hace en Inglaterra, es decir, morder el anzuelo. Para mí un troll es alguien que puede decir lo que quiera en Internet –aún utilizando su propio nombre– pero que en la vida real no se hace cargo de lo que dice en la web. Un crítico de cine muy reputado me ha tratado de cobarde, imbécil y pelotudo en su sitio web, pero cuando me ve me abraza y me trata con dulzura, y yo lo entiendo: la cobardía física en el mundo de todos los días es esencial a un troll. Muchas veces me pasa cuando escribo sobre algún tema que roza lo político que los especialistas políticos me tratan de psicobolche, de ingenuo. Yo los entiendo: me piden que vaya de mi casa al trabajo y del trabajo a la casa, o como quería Platón, que duerma bien para al otro día volver a hacer sandalias, si es eso lo que hago para el bien de la Polis, pero que no me corra de ese lugar porque, entonces, puede surgir lo realmente político.
La semana pasada escribí en este “paskin”, como lo llama uno de los comentaristas de mi artículo, un texto sobre la cacería y su influencia en el pensamiento de Patricia Bullrich, la ministra de Macri que maneja el gatillo fácil. Me llamó la atención la violencia de los comentarios: “Pelotudazo”, “nunca escribiste nada sobre la Perra que antes se robó todo”, “cabeza de termo”. Sólo tuvo uno intención reflexiva: me acusaba de pensar como “izquierda” todo lo virtuoso y de “derecha” todo lo malo. Es decir que él pensaba en realidad de esa manera, sujetando el concepto de izquierda a supuestos gobiernos que, paradójicamente, la derecha considera de izquierda: Cuba, Vietnam, etc. Ese comentarista también decía que yo pensaba que Cristina Kirchner había sido de izquierda. Corrijo. Escribí en este mismo “paskin” que Cristina Kirchner era un gobierno de derecha light y que su influencia debilitó a muchos militantes de izquierda: Kirchner no bajó sólo aquel cuadro en la ESMA, bajó muchos cuadros productivos de la izquierda que se embelesaron con el capitalismo ordenado que proponían los K. La izquierda no es un concepto unido a un gobierno. Es inestable. Un gobierno puede ser de derecha y de izquierda alternativamente, como la luz de giro. Cuba es de izquierda cuando le da tierra a los campesinos y salud y educación gratuita al pueblo y de derecha cuando persigue a los opositores, no se permite pensar contra sí mismo y se convierte en el delirio personal de una autoridad. La naturaleza es de derecha porque busca la supervivencia de la especie y no del individuo que es débil y que no se encuentra suficientemente adaptado para estar en el mundo. La izquierda, como yo la pienso, trata de que todos podamos estar en el mundo. No es el gatillo fácil y disparar por la espalda lo que nos dará paz y tranquilidad, sino distribución de la riqueza en el pueblo, educación pública de nivel y salud a la alcance de la mano. Hay que preguntarse quiénes prefieren pagarle al Gobierno –como se paga Netflix– la cuota para que estas cosas nunca sucedan.