Hace unos años había planeado un libro de cuentos que se iba a titular Gente con auto. Quería mostrar distintos lados de la burguesía argentina a través de una serie de personajes que manejaban. Como muchas otras cosas, quedó en las carpetas de ideas. No sé bien qué me quitó el entusiasmo, quizá fue ver la película Crash, basada en la novela de Ballard, donde tan bien mostrada estaba la relación perversa y erótica de los protagonistas con sus autos, sus accidentes y cicatrices. Uno de mis cuentos nunca escritos era sobre un padre de familia que cuida y restaura durante toda su vida un Alfa Romeo. Cuando lo internan por una recaída provocada por un cáncer terminal, escucha a sus hijos discutiendo sobre quién se va a quedar con el auto cuando él muera. Mejora levemente, cobra fuerzas y el primer día fuera, sale con su Alfa Romeo y se estrella a 200 km/h sin cinturón de seguridad contra una pared. Todavía estoy a tiempo de escribirlo, o quizá ya lo estoy haciendo acá.
Me cuesta encontrar personajes que manejan autos en la narrativa argentina. Algunos personajes de Fogwill manejan, también algunos de Forn y de Bioy (en Cortázar el auto aparece ya en las rutas europeas). Hay poemas de Fabián Casas donde hay un auto, otros de Llach y de Claudia Prado. Pero la voz narrativa promedio de la literatura argentina es la del hombre de a pie, que viaja en transporte público. Los Dalhmann, los Erdosain. Por supuesto que habrá muchos escritores que no manejan ni tienen auto, pero hay otros tantos que sí, y sin embargo el auto no aparece en sus obras. En general el escritor argentino tiene siempre a mano el disfraz de lumpen o de proletario, según convenga a la ocasión, y la presencia del auto arruina esa ilusión de modestia. A los intelectuales les pasa parecido, en general no mencionan su auto o se jactan de no tenerlo o incluso de no saber manejar.
El auto estacionado al frente de la casa fue desde un principio el símbolo de la burguesía, del estatus, una máquina de libertad para viajar cuando uno quiere, donde uno quiere. Quizá los autores argentinos no desean tener ese símbolo estacionado dentro de sus libros, y lo excluyen de su imaginario peatonal. Estoy simplificando, generalizando, omitiendo buenos ejemplos que me contradicen; es difícil comprobar lo que digo. Yo manejo un Gol que estuvo impecable hasta que lo fueron machucando el granizo, la intemperie y los ladrones de estéreos, y creo que manejar en la Argentina, sobre todo en Buenos Aires, es una experiencia interesante para cualquier persona del campo cultural, porque permite tomarle el pulso al ánimo de la época de un modo muy particular. Hay una violencia dinámica que se percibe al volante, una violencia recíproca entre los conductores, que no se percibe cuando uno va de acompañante, o en un taxi, o en un colectivo. Se maneja con la guardia alta, ya pensando que el otro va a atacar primero, que el otro va a cruzar en rojo, que el otro nos va a encerrar. Se maneja por uno y por los demás. Se maneja el doble acá, y esquivando intelectuales que cruzan por el medio de la calle pensando en Roland Barthes.
Para el conductor la presencia mental del Estado es como la que tiene Martín Fierro cuando huye de la partida policial. Están por ahí, al acecho, hay que evitarlos. La partida macrista ahora retiene los autos que van muy rápido. Se apostan en lugares tramposos, por ejemplo en el viaducto Carranza, donde los autos aceleran más de lo habitual dentro del túnel, o en la calle Niceto Vega, que tiene todas las características de una avenida ancha donde se puede ir a 60, pero en realidad es una calle donde sólo se puede ir a 40. Es una conciencia de Estado no como controlador de las normas de convivencia básica sino como entidad punitiva y persecutoria. De esa conciencia se huye acelerando. Y está la relación del conductor con el tráfico en el cual fluye como dentro del tiempo, o se embotella como dentro de la angustia, la forma en que repercute un piquete en su presión arterial tratando de compaginar el derecho a la protesta con el derecho al libre tránsito. Al volante se siente la temperatura del país, la relación de uno con el tiempo, con los demás, con el Estado.
Ya que no voy a escribir el libro, quizá podría pensar en una antología que lleve ese título y de la cual éste sería el prólogo. Un muestrario del ser nacional. El otro día un tipo en la charla grupal para renovar el registro le discutía al profesor: “Disculpe, señor, yo el guiño no lo pongo porque es como darle información al enemigo”.