No sé si lo había rogado Oj-Alá o si se lo había pedido al dios de los judíos y padre del salvador de los cristianos, pero recuerdo que hace unas semanas, en esta mismas páginas, formulé mis votos a favor de que la Justicia sancionara la legitimidad del enriquecimiento fabuloso del matrimonio Kirchner. Fundamentaba mi deseo en la necesidad de facilitar a la pareja un retorno digno a sus tierras de El Calafate para protegernos de los daños que serían capaces de provocar en caso de terminar “acorralados”. Usaba la metáfora campera con la que el Pepe Mujica elogió el diálogo de Lula con Ahmadinejad resumiendo su sabiduría adquirida en trece años de cárcel y mazmorras con la frase “nunca hay que acorralar”. Por el auge del feminismo no quedan Damas Argentinas como las que bordaban banderas y tejían calcetines para las tropas de San Martín. Si las hubiera, tendrían que tejer una larga alfombra roja que uniese la quinta de Olivos, las bases de despegue de sus tantos helicópteros y las plataformas de embarque de sus executive jets extendiéndose larga y muellemente hacia el entorno de ese glaciar tan caro a la familia gobernante. Pero hay gente como Lilita, (jefa de los lilitos), y el radical Morales (¡Morales! ¿Cuántas? ¿Dos, tres, o cien como los vietnames que soñaba el Che?), que insisten con su amenaza de enviarlos a la cárcel. Por suerte, como si obedeciera a mis ruegos, el juez Norberto Oyarbide, basándose en irreprochables pericias contables, cerró el caso y convirtió en cosa juzgada el envidiable buen pasar presidencial, con lo que, en el futuro, se los podrá acusar de cualquier cosa, pero no de esto que la prensa había convertido en un caso testigo. El juez que actuó como una hacendosa bordadora de alfombras es un ejemplo de abnegación profesional en aras de la paz social, que de no mediar esta y futuras acciones de los tres poderes se vería amenazado por la imprevisible respuesta de un par de dementes acorralados. Mi abogado, el doctor Diego Sigalevich, gran excarcelador y experto en la dilación de moras, me advierte que la expresión “dementes” puede ser injuriosa, pero yo lo empleo en el sentido que estableció Jacobo Fijman. Desde su retiro en el manicomio, el gran poeta sostenía que quienes lo llamaban demente por hablar con dios eran los mismos que compran por un peso y venden a dos creyendo que así ganan. Se trata del mismo caso de los avaros que se inventan un pasado heroico, mientras compran tierras fiscales a cinco para venderlas a veinte o a cincuenta y a quienes conviene dejar que se vayan en paz, entregando apenas una decena de mariajulias para entretenimiento de los jueces del porvenir.