El discurso kirchnerista logró establecer un Gran Sujeto. Durante la presidencia de Néstor y, probablemente hasta el año 2012, cuando las cosas comenzaron a variar aunque el cambio no fuera inmediatamente perceptible, no había dudas sobre quién ocupaba la tarima, propiedad exclusiva de ese Sujeto. Si hay poder en el discurso, nunca la Argentina estuvo más lejos de un vacío, ni siquiera de una debilidad. Por el contrario, hubo momentos pletóricos de poder, incluso en las derrotas ocasionales (como la de la Resolución 125). Pese a la anécdota de que Kirchner quiso irse la noche en que perdió la votación, estuvimos lejos de la figura de la acefalía. No me refiero a la acefalía sólo en términos constitucionales sino al borramiento o la flojedad de una jefatura.
Lo que logró el Gobierno en estos años es que se lo considerara mal o bien, pero siempre pleno. Bastaba decir Néstor o Cristina para que se iluminara un lugar central del escenario que ni él ni ella cedían a nadie (salvo el intercambio matrimonial de lugares que inventó Néstor y desbarató su muerte). Fueron amados o aborrecidos precisamente por esta plenitud como Sujetos, que era arrolladora y omnívora. La política se representaba en un teatro donde la cabeza de la compañía devoraba el cartel de los demás actores. Se trata no sólo de hiperpresidencialismo, sino de hiperpersonalismo. Un día murió Néstor y se produjeron dos reacciones concurrentes: Cristina supo ascender a protagonista de un monodrama ahora sin supporting actor; y la mayoría ciudadana pensó que eso era lo que más convenía a sus intereses o representaba sus sentimientos.
De repente, todo comienza a desmoronarse. No se trata de que Cristina habló poco en los últimos meses. No se trata simplemente de que la oposición no se conforma con nada y se irrita tanto con la cadena nacional como con su intermitencia. Se trata de que el silencio o los discursos impropios, con utilería de perrito y pingüinito o con la más amenazante utilería de un general del proyecto, indica que el Gran Sujeto ha perdido algo de la sustancia que lo hacía compacto y, para muchos, lo volvía indestructible y eterno. El discurso no ha cesado. Lo que ha disminuido es la presencia de quien lo enunciaba. El discurso sigue siendo el mismo, con argumentos para el dólar, los Precios Cuidados o los inversionistas de YPF. Pero el Sujeto es distinto: ha perdido masa muscular, ha envejecido.
De pronto, todo se volvió borroso porque el Sujeto buscó la media luz. La luz plena era imprescindible para oficialistas y opositores. Cristina, auxiliada por un temperamento autocentrado, estaba presente todo el tiempo. Su retiro (a reponerse, a descansar, a cuidarse por miedo o por indicación médica) no es una acefalía presidencial sino una acefalía simbólica.
Donde ella estaba están quienes la representan, ya porque ella los ha puesto allí, como Capitanich, ya porque, en su ausencia, se cree que son los que llegan más directamente a ella, como Zannini. Pero téngase en cuenta que no son sino un ersatz. Quien se dice que está más cerca de ella, su hijo Máximo, ni siquiera se muestra como dirigente de La Cámpora. Es un consejero en las sombras y, por otra parte, institucionalmente no es nada. No puede firmar ni una orden de vuelo del avión presidencial. Nada puede delegarse en él de modo abierto porque la Argentina pasaría de un régimen presidencial a una malformación nepotista.
La Presidenta habló el bendito miércoles pasado como si estuviera en el mejor de los mundos. Acunada por cánticos juveniles, anunció una medida, por fin atinada, que establece planes sociales para los jóvenes pobres que ella misma contribuyó a mantener en ese horrible limbo del desempleo, el subempleo, la explotación laboral (por patrones dentro y fuera de la ley) y, sobre todo, fuera de la escuela sobre la que este gobierno habla como si el ministro de Educación encarnara la versión nac & pop de Sarmiento. La Presidenta, emocionada con su propio discurso casi tanto como su público, sonreía como si todas sus preocupaciones acabaran de ser bendecidas por una tregua.
Pero, ¿para qué quiere una tregua, si tampoco reconoce esas preocupaciones? Y ¿por qué dice que “ella sola no puede”? ¿Qué es lo que usted no puede, señora? No nos deje la duda ni abra espacio a esas especulaciones que luego la molestan tanto.
Todo suena a hueco. Hace apenas veinte días, la mañana en que Capitanich anunció un número inverosímil de medidas de corto y mediano plazo, una enumeración caótica de objetivos cumplidos, por cumplir, posibles, imposibles o probables, esa mañana (aparte de que los inclinados al azar debieron jugar el número en todas las timbas de la Ciudad) muchos recordamos las planificaciones ilusorias que algunos regímenes daban como señal de control total sobre las difíciles peripecias de la realidad.
El cementerio político del siglo XX está empedrado con lápidas que repiten las carátulas de planes sólo formulados para llenar un espacio mientras se piensa algo más adecuado a una situación cuya gravedad no quiere reconocerse en público. Dice Tiempo Argentino el 3 de enero de 2014: “Estas medidas –que incluyen una franja de segmentos tan heterogénea que comprenden desde la educación y la salud hasta la seguridad pasando por la vivienda, la energía y el transporte, la producción y el turismo, el trabajo, los derechos humanos e incluso la política antinarcotráfico– forman parte de un paquete más ambicioso que comprende unos 204 objetivos y 272 metas”.
Parece un plan quinquenal. Tal abundancia, que no fue muy recordada ni siquiera al día siguiente ni mucho menos hoy después de los anuncios sobre el dólar, se adapta de modo insuperable a una frase de Karl Kraus sobre el ocaso del imperio austrohúngaro: “En Viena, la situación era desesperada pero no seria”.
(Fontevecchia volverá con su habitual contratapa a su regreso de China)