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Grandes predicciones

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En medio de tanta charlatanería, los grandes visionarios pasan desapercibidos, porque a fin de cuentas siempre llegamos a saber que estaban en lo cierto cuando ya es demasiado tarde, y ni siquiera tenemos tiempo de agradecerles por los servicios prestados. Un visionario es alguien que intuye lo que va a ocurrir, pero que muere sin saber si sus prediciones se comprobaron, con lo que al final solo se es visionario en tiempo pasado, en el presente el visionario es solamente un cretino, en el mejor de los casos, o un idiota en el peor.  

Julio Verne acredita gran cantidad de aciertos: el fax, que utiliza el capitán Nemo desde el Nautilus para comunicarse con la superficie; el peso de la nave espacial que se dirige a la luna en De la tierra a la luna tenía un peso casi igual al del Apolo XI. Y sin embargo, el cohete salía disparado por efecto de una percusión gigante, un gran cañón como única propulsión: las fuerzas de aceleración necesarias para que una nave impulsada por un cañonazo pudiera escapar de la gravedad terrestre son tan enormes que hubiese desintegrado los cuerpos de los tripulantes. Pero tal vez Verne no era tan ingenuo, tal vez haya en su elección del cañón una intencionalidad irónica. De esa manera ridiculizaría Verne la encarnizada carrera armamentística que llevó a fabricar cañones cada vez más grandes durante la guerra de Secesión. Tal vez la cosa no tenga visos tan grotescos. 

Morgan Robertson predijo con catorce años de antelación el hundimiento del Titanic. En 1898 publicó la novela El naufragio del Titán, que narraba el hundimiento de un transatlántico considerado inhundible a causa del choque con un iceberg y la muerte de casi todos los pasajeros por la falta de botes de salvamento. El libro pasó inobservado hasta la gran catástrofe del 15 de abril de 1912. La novela de Robertson presenta inquietantes coincidencias con la realidad, dejando de lado, naturalmente, el nombre casi idéntico de las naves. 

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Morris West imaginó un Papa argentino en Eminencia, quince años antes de que el cardenal Jorge Bergoglio adoptara el nombre Francisco. Es comprensible que al lado del hundimiento de un barco gigante y del envío de un cohete tripulado a la Luna, la elección de un Papa es algo sin importancia, pero no deja de ser una predicción sorprendente.

El que no tenía muchas dotes para predecir era Emilio Salgari. En su Las maravillas del 2000, de 1903, no hace más que equivocarse: nada de lo anticipado por Salgari se hizo realidad, la novela de Salgari sucumbe ante una especie de apoteosis del pensamiento científico, en medio de un cúmulo de previsiones erróneas: las guerras acabaron para siempre en 1940, cuando después de una masacre ejemplar las distintas naciones del mundo decidieron abolir para siempre la guerra; el contacto con los marcianos data de 1960; el mundo, dominado por una paranoia celiniana, corre el peligro de ser invadido por los chinos. Pero también hay otras que no son más que una expresión de deseo, la prueba del nacionalismo incipiente del autor: Italia es “la más poderosa de las naciones latinas”.

La ingenuidad de Salgari en todo lo relativo a física es proverbial y los cálculos que hace sobre la velocidad de las naves voladoras en las que se mueven los protagonistas son errados. Salgari imagina un mundo futuro de naves voladoras impulsadas por alas como las de los pájaros o los insectos, cuando ya en su época era una solución imposible de concebir: tratar de imitar el vuelo de los pájaros es tan absurdo como tratar de imitar el andar del hombre sustituyendo con dos pares de piernas mecánicas las ruedas de los autos. 

Y, sin embargo, hay algo en el futuro de Salgari que salva todos sus errores fatales: lo imaginó ruidoso, y el ruido es síntoma de barbarie. Salgari le pedía al futuro lo mismo que nosotros le pedimos al presente: un poco de paz y de silencio.