¿Por qué escribí este libro? En parte, porque me he sentido perturbada, tanto a nivel personal como político, por las divisiones entre los hombres y las mujeres que han creado los medios y la tecnología en el curso de mi propia vida. En parte, porque creo que los hombres y las mujeres han visto reducidas sus vidas a generalizaciones impuestas por un medio que ama los reclamos radicales; creo que estos reclamos no concuerdan en lo más mínimo con la compleja realidad de nuestra vida. Se ha vuelto muy fácil hablar de manera cínica y desdeñosa acerca de un grupo de personas, sobre la base de tomar ejemplos menores y actuar como si fuera posible aplicarlos a todos sus miembros. Más aún, en la comprensión actual del mundo, hay grupos que a uno se le “permite” denigrar, y otros cuya crítica está prohibida. Los grupos más oprimidos, de acuerdo con la lógica, son los que sufren –o sufrieron en el pasado– en virtud de su identidad. Los que quieren hacer del mundo un lugar mejor (¿y quién no lo quiere?), si no son miembros de los grupos oprimidos, son alentados a ser “aliados” de esos grupos, ya se trate de mujeres trans, descendientes de esclavos u otras personas marcadas por el maltrato. Y cabe preguntarse si no debería haber un cambio histórico en lo concerniente a quiénes reciben un trato preferencial. El problema surge con la idea implícita, de acuerdo con este esquema, de que existe una cantidad finita (o pequeña) de sufrimiento. De que solo hay compasión suficiente para cualesquiera grupos que se consideren merecedores de recibirla en el momento presente. Esta imagen cuantitativa del dolor implicaría que algunas personas no sufren, aun cuando lo hagan, lo cual equivale a decir que su sufrimiento no cuenta para nada. En consecuencia, los hombres –para tomar el tema de este libro–, no pueden sufrir de verdad, aun cuando lo hagan, porque su sufrimiento no es tan real ni tan importante como el sufrimiento de otros. Al mismo tiempo, hay una fuerte presión moral en parte de la política actual, que no solo puede estar fuera de lugar, sino, en realidad, ser activamente peligrosa. Es posible que exista un tipo de crueldad, en cuyo marco uno esté convencido de actuar en nombre del “bien”, es decir, en la que uno crea ayudar a quienes merecen recibir ayuda. Tal como lo expresa la filósofa Judith Shklar: “Una de nuestras realidades políticas es el hecho de que las víctimas de torturas e injusticias políticas a menudo no son mejores que sus verdugos. Solo esperan cambiar de lugar con ellos [...] aun al costo de la misantropía, uno no puede darse el lujo de simular que el victimismo mejora a las personas en modo alguno. Si no recordamos que cualquiera puede ser una víctima, y permitimos que nos ciegue el odio a la tortura, o la compasión por el dolor, ayudaremos sin querer a los torturadores del mañana mediante la sobreestimación de las víctimas actuales. Es fácil verse tentado a creer que todas las víctimas son igualmente inocentes, porque, por definición, no existen las víctimas voluntarias. Esto puede tener la consecuencia de promover un interminable intercambio de crueldades entre los verdugos y las víctimas que alternan sus roles”.
Hoy, paradójicamente, el victimismo ha pasado a ser una herramienta muy poderosa, y maliciosa en potencia. Resulta muchísimo más difícil, pero absolutamente necesario, tratar de encontrar la manera de minimizar ese sufrimiento para todos, lo cual requiere de una negociación cuidadosa y adulta. Recompensar a un grupo por el sufrimiento infligido por otro no puede sino resultar en un contraataque aún peor que el daño original. Si los hombres se han beneficiado en el pasado, imaginemos una manera más amable de redistribuir sus ganancias para todos, antes que entrar en un “interminable intercambio de crueldades”. Dejemos que las mujeres sean el mejor hombre.
Tengo la esperanza de que, tras el encono excesivo de los últimos años, los hombres y las mujeres puedan reconciliarse sobre la base de una comprensión renovada e incrementada entre unos y otros. Quiero que nos perdonemos unos a otros y, allí donde sea posible, que volvamos a unirnos, a disfrutar de la vida en mutua compañía, o por separado, si es que eso es algo deseable. Espero que podamos vivir de manera tal que las diferencias entre hombres y mujeres puedan ser admitidas allí donde sea importante admitirlas: sin que esas diferencias contradigan nuestros compromisos más abarcadores de amarnos y respetarnos mutuamente como seres humanos en el mundo. No somos lo mismo. No somos lo mismo. Resulta inútil, y más dañino en última instancia, actuar como si lo fuéramos: esto no implica que no podamos hacer y amar muchas de las mismas cosas, así como amarnos unos a otros. No deberíamos caer en la trampa de convertir al otro en un chivo expiatorio: todos perdemos si actuamos así.
*Autora de ¿Qué piensan los hombres? Editorial Interferencias (fragmento).